¡Conoce cómo hacer parte de Número Cero!
Esteban Noguera
La noche se había adelantado, como suele suceder en los días lluviosos. La luz de la luna estaba eclipsada por las nubes y en la lejanía solo eran visibles los brillos titilantes de las fincas vecinas. Desde la sala de la casa, Luisa terminó su copa de vino, se alejó de la ventana y puso otro madero en la chimenea. El aroma a quemado de los leños invadía la sala mientras ella se acomodaba en el sillón frente al fuego.
Miró el reloj de su teléfono: las 7:27 p. m. Pedro ya debe estar por llegar, pensó. Y lo imaginó con sus ojos grises de cejas gruesas y acusadoras. Su marido había salido al pueblo a comprar las carnes y el carbón para el asado del día siguiente; seguramente se encontraría con la suegra y los cuñados en el camino. Luisa tomó aire y suspiró, mientras se restregaba los ojos. Habría ido con él, pero «el hombre de la casa» dijo que no pararía de quejarse en todo el trayecto. Ella trató de no pensar en eso, mejor descansar de él por un rato.
—No puedo esperar… —se le escapó en voz alta con un tono entre sarcástico y quejumbroso.
Podía imaginarse cómo ocurriría el almuerzo: la abuela Consuelo se sentaría a su lado, la tocaría por los hombros y le escupiría la misma cháchara sobre cómo se hacían las cosas en su época; se pondría una borrachera de campeonato con la cerveza y empezaría con la típica: ¿cuándo van a darme nietos? ¿Has hecho ejercicio? ¿Por qué te veo más gorda?
Pedro y sus hermanos se cagarían de risa junto a los sobrinos: ese par de joyitas correrían de un lado a otro enlodándose en el barro que forma la lluvia, para luego ensuciarle la casa.
Luisa solo se forzaría a sonreír, si llegaba a mostrar malestar o a cerrarse a lo que la vieja dijera, esos idiotas que tiene por familia no le dirigirían la palabra en todo el puente.
Incluso su marido llegaría a… «¡No! ¡no digas eso, tonta!».
Un escalofrío recorrió su columna. Torpemente llevó sus piernas contra el pecho y se acurrucó sin despegar la vista de las llamas. El madero que había echado antes aún no lo envolvía el fuego, pero desprendía un calor agradable. Luisa bajó del sofá, se encogió en el suelo y en silencio estiró sus manos hacia la chimenea; quería que la calidez de la hoguera la cubriera por completo.
Y de pronto la voz:
—Lu…
—¿Qué es eso?
Abandonó su postura y se acercó al leño: savia espumosa chorreaba por el corte del tronco y desprendía una humareda densa desde su corteza; las brasas apenas empezaban a cubrirlo. Miró la copa vacía y se levantó del sofá hacia la mesa del comedor, se sirvió más vino y le dio una última mirada a la chimenea. Podría jurar que vio el rostro de Pedro consumiéndose por las llamas. ¿Acaso… ellas hablaron?
—No.
Se llevó la copa a la boca y el regusto agridulce del vino se atascó en su garganta. Sin dejar de toser, golpeó el tórax con suavidad y se terminó el licor. Su cuerpo le pedía que continuara tosiendo, pero ella aguantó los espasmos.
Y de nuevo la voz:
—Luisa, ya llegué, amor.
No era verdad, la puerta seguía cerrada.
—Ven, mi amor, ven conmigo.
Lo oía claramente, pero no podía verlo.
—¿¡Qué esperas!? Me partí la espalda todo el día, ¿acaso no merezco un poco de diversión?
Conocía ese tono, siempre lo usaba de regreso del trabajo.
—Luisa, ¡ven ya!
Sintió que Pedro volvía a agarrarla del cuello. Estaba de pie, pero la sensación era la misma: tirada en la cama con su marido encima.
—No más, ¡ya no más!
Sus dedos temblaron, y sentía una presión en el torso, como si un yunque la estuviera aplastando.
Ahora el reloj de su teléfono marcaba las 8:03 p. m., y esos idiotas no llegaban. Agarró la botella y la agotó: con solo unos tragos la copa quedó medio vacía. Volvió a mirar las llamas, entre las chispas solo veía el anaranjado de los leños ardiendo. El malestar del tórax fue calmándose. Seguía mirando fijo hacia la chimenea: por ningún lado veía el rostro de Pedro, pero imaginarlo le provocó una sonrisa torcida. Estaba sola en casa, podía darse esa pequeña satisfacción.
—Lu… —la palabra cayó como un reclamo a sus oídos.
La copa resbaló y se quebró en el suelo. Al retroceder, un dolor punzante recorrió la planta de su pie. Se recostó sobre la mesa y miró, un pequeño trozo de vidrio le quedó clavado en el talón. Cuidadosamente agarró el cristal. Sus movimientos eran mínimos, pero el dolor aumentaba. No aguantó más y lo sacó de un tirón, unas gotas de sangre emergieron hasta tocar las baldosas.
—¡Mierda! —dijo. Al mismo tiempo un rayo iluminó el cielo.
Las ventanas se estremecieron. El susto y el charco de vino la hicieron resbalar, de alguna forma no se cortó otra vez con los cristales. Mientras se incorporaba, miró al exterior. Afuera caía un aguacero y el ulular del viento se coló por la sala. A lo lejos otro relámpago iluminó la negrura.
—Qué raro...
La noche, al otro lado de la ventana, estaba totalmente negra. Los brillos de las casas vecinas habían desaparecido al igual que la luna. Los aullidos de la brisa no cesaban. El fervor de la lluvia golpeaba el techo. Quería darse la vuelta y correr, pero sus piernas respondían torpemente. Bajó la mirada: el piso era de un rojo carmesí. Sentía que se hundía en él, aunque la textura seguía siendo rígida como el cemento.
Y entonces, frente a ella la puerta de la casa se abrió. La negrura entró tragándose la luz de la chimenea. Luisa creyó ver unas partículas grisáceas, radiantes, avanzando dentro de esa masa uniforme. Como si flotaran en el aire las cenizas de los leños que antes la reconfortaban.
—Lu… Lu… —era el llamado.
El par de luces parecieron dar un vistazo rápido a toda la sala antes de centrarse en ella.
—Luisa.
Les dio la espalda cubriendo sus oídos. «Ya no más, ya no más», pensó. La imagen de las luminiscencias quedó grabada en su cabeza.
—Mira…
En su mente se transformaron, ahora eran unos ojos grises.
—Mírame, Luisa.
Ignorando el miedo, giró hacia la oscuridad donde ya no flotaba nada. Y esa nada hizo que dibujara una sonrisa en su boca.
Pero desde su espalda:
—¡Dije que me mires!