¡Conoce cómo hacer parte de Número Cero!
Santiago Rúa Correa
Lo mal hecho era lo que más bien hecho se debía hacer. No había verdad más directa para una profesión que se buscaba la vida entre las pertenencias ajenas. Implicaba pactar con la paciencia, y más en el sector de La Alpujarra, donde la vida transcurría a tal velocidad que convertía a los transeúntes en alarmas vivientes.
Se requería también del disfraz para no despertar sospechas, entrenar los ojos para atrapar los pequeños detalles al momento de elegir víctima y enfriar la sangre para cometer el acto sin caer preso de las pasiones o preso a secas.
Madrugó a mezclarse con el espacio bajo las banderas, dejando que el tiempo lo convirtiera en parte del decorado. Sin despegar la mirada de los respetables edificios gubernamentales, en cuyas narices hoy ocurriría otro hurto, afirmó que su profesión era tan digna como cualquier otra allí, incluso más; pues no gozaba de la inmunidad que sí tenían quienes trabajaban dentro de ellos.
La camisa azul pálida y pantalones caqui volvían irrelevante el color de los zapatos y eran suficientes para camuflarse con los trabajadores que iban de un edificio a otro; tanto que ni los ojos más veteranos de la zona lo reconocían. Permitió que la suerte le mostrara el camino de hoy, entre el abanico de personajes autóctonos del lugar: señoras que con alegatos y manotazos dignificaban su estatus de ciudadanas mientras hacían la fila; otras más mayores que era mejor no tocarlas para que sus lamentos no despertaran el accionar justiciero de alguna jauría de indignados capaces de lincharlo. Los niños nunca cargaban nada de valor, las secretarias eran blanco fácil pero problemático a largo plazo y tampoco podía tocar a los camarógrafos que a veces grababan en la plazoleta, a riesgo de quedar expuesto en video para redes sociales.
Fue entonces cuando lo vio y agradeció su golpe de suerte: barba recién hecha, corte engominado a tope, traje varias tallas más grande que él, sin corbata y con manchas de sudor visibles en su camiseta blanca. Con pies sin rumbo y la mirada hacia todas partes; un manojo de nervios hecho persona, tratando de calmarse antes de cumplir una cita importante. Manojo cuyo elegante maletín suplicaba ser arrebatado tan pronto fuera visto. Imposible desaprovechar tal señal del destino: lo siguió hasta calcular el perímetro libre y se abalanzó tan rápido que el otro no alcanzó a gritar socorro y solo huyó despavorido en dirección contraria. Sus brazos se esforzaron por cargar el pesado botín hasta poder resguardarse bajo el amparo de una torre, lejos de miradas chismosas, y revisar las ganancias de hoy.
Abrió el maletín y solo fue recibido por montones de cables conectados a un reloj que estaba por finalizar su conteo.
La explosión viajó tan rápido que no alcanzó a sentir sus extremidades desprendiéndose del tronco. Para cuando lo entendió todo, ya estaba reducido a tiras de carne que encontraban a la fuerza su lugar dentro de esos respetables edificios, donde otros también se buscaban la vida ese día, con mejor suerte que la suya.