¡Conoce cómo hacer parte de Número Cero!
Carolina Villegas Vanegas
carovillegas6@gmail.com
Tuvo la sensación de haber olvidado algo: quiso volver la mirada atrás para repasar el espacio, pero prefirió abrazar contra su pecho el cofre y cerrar la puerta. Las piernas le temblaron, se sostuvo de la pared para evitar caerse, respiró hondo y dio el primer paso. Un taxi la esperaba.
Llovía. El taxista iba concentrado en el camino. Ella miró por la ventana el reflejo de las luces en los charcos, luego abrió el cofre y se quedó estudiando por varios segundos las postales multicolores. Al levantar la mirada, se encontró en el retrovisor con los ojos del taxista que le sonreían. Sintió ganas de llorar. «¿Cuánto nos falta?», le preguntó. «Por ahí unos veinte minutos», respondió él, «¿está de afán?». Ella negó con la cabeza. Se acomodó en el asiento y cerró el cofre. En el tablero del carro, el reloj marcaba las seis y treinta y siete de la tarde.
Los recuerdos llegaban de manera aleatoria como gotas de garúa. Recordó la tarde en la que salió a comprar berenjenas para preparar una salsa, el día que horneó su primer trozo de pan, los manteles del restaurante al que siempre quiso ir, la pista de baile, el cine, la cara de su marido. Un tirón en el cuello le tensó el brazo. Abrió la boca con fuerza y movió la mandíbula de un lado a otro. Buscó en sus bolsillos, sin encontrar siquiera una moneda que pudiera poner en el cofre. Entonces lo apretó y respiró profundo varias veces, tratando de no pensar. Pero esa imagen intrusa la invadió: ahí estaban esos parpados caídos que en otro tiempo le parecieron que cobijaban ojos soñadores, la línea que tenía por labios, las orejas pequeñas y puntiagudas que se ocultaban en esa maraña de pelos.
Dejó el cofre a un lado y se agachó, reposando el tórax sobre las piernas para buscar el aire que no llegaba a sus pulmones. Un espasmo en el pecho la hizo chillar. «¿Se siente bien?». «Sí, no se preocupe, siga». «Ya casi llegamos, ¿quiere que la acompañe al médico?». Ella le puso la mano en el hombro, le dio dos palmadas suaves y negó con la cabeza.
El taxista entró por el ala derecha del aeropuerto para dirigirse a las salidas internacionales. Cuando llegaron a la zona de parqueo, el espasmo había aflojado. El hombre se bajó para ayudarla. Ella le extendió una mano y con la otra cargó el cofre. No llevaba equipaje distinto. «¿Cuánto le debo?». «Treinta mil». Ella sonrió y se sacó la argolla de matrimonio del dedo anular como lo tenía planeado. Era un anillo hecho en oro blanco adornado con una perla. «Tenga». Le entregó el anillo. El hombre levantó las cejas y antes de que pudiera decir cualquier cosa, ella continuó: «Por favor, no haga esa cara, acéptelo, cuesta mucho más de treinta mil». Sin dejar de mirarla, el hombre se guardó la argolla en el bolsillo de la camisa. Ella se despidió con otra palmada en el hombro.
Cruzó la puerta y se quedó parada frente a la pantalla de vuelos. Ya eran las siete y tres de la noche. Si la rutina no había sufrido contratiempos, su marido ya debía de estar en casa.
Encontró una banca cerca a los mostradores. Se sentó y puso el cofre sobre las piernas, luego se llevó la mano al pecho y la sostuvo allí un rato, consciente del torrente de latidos de su corazón agitado. Comenzó a sobarse en círculo, quería calmarse, pero fue inútil porque entre más hacía presión, más le pesaba la monotonía del otro que se dormía en el cine, que se negaba a bailar, que solo tenía cabeza para responder los mensajes del trabajo durante la cena.
«¿Usted también está esperando a alguien?», la interrumpió una mujer que debía estar rondando los cincuenta. «No», le respondió ella con la mano aún en el pecho. La mujer se le sentó al lado. «¡Ah! Yo pensé. Cuando la vi, me dije: a quién estará esperando». Sacó el celular del bolso. «Estoy a tiempo, menos mal. Pensé que iba a llegar tarde y venía corriendo. Ahorita en el vuelo de las siete y treinta llega mi hijo. Esperar es muy duro, ¿no?». Ambas se quedaron en silencio. La mujer tomó un trago de agua de una botella, pareció reflexionar y luego preguntó: «¿A dónde viaja, entonces?» Antes de responder, ella miró una vez más los destinos que mostraba la pantalla de vuelo: Miami, Madrid, Caracas, Lima, Barcelona, Buenos Aires. «No sé», dijo. La mujer la miró extrañada y se paró de la silla: «Bueno, mija, vaya adonde vaya que le vaya bien».
La vio perderse entre el ajetreo del aeropuerto. Y ahí, sintió que la agitación de su pecho subió como una ráfaga de calor a la cabeza y descendió lentamente a los ojos. Lloró otra vez. Y las lágrimas trajeron el recuerdo más nítido, el motivo por el cual estaba allí: aquella lejana mañana, al despertar, se topó con la cena que había dejado servida sobre la mesa la noche anterior. El plato estaba lleno de hormigas y tenía un ligero olor a vinagre. Su marido no había notado el plato a causa del cansancio (eso fue lo que dijo). Tiró la comida a la basura. Después de eso, todavía con el plato en las manos, le llegó un pesar hondo que nunca la abandonó. Era como si estuviera en deuda con alguien, pero sin saber con quién.
Todo aquel día estuvo dándole vueltas al asunto, tratando de averiguar a quién pagarle, pero no logró saberlo. Resolvió guardar un billete en el cofre, al lado de las postales, hasta dar con la respuesta. Al hacerlo, experimentó un alivio que le permitió dormir de corrido todas las noches siguientes. Sin embargo, la sensación de deuda no desapareció, retornaba cada que ella se quedaba con las ganas de hacer o decir algo, por lo que siguió poniendo billetes, llenando el cofre, sin cesar.
Así llegó a reunir más de mil de distintas denominaciones que creyó poder gastar cuando, otra noche, su marido le pidió que pensara en un destino: «Tengo vacaciones, vámonos de viaje al extranjero». Ella sintió júbilo y se dio a la tarea con entusiasmo: revisó varias opciones, hizo un presupuesto de gastos y finalmente eligió New York. Una semana antes, ella trazaba el plan: los lugares que podrían visitar, restaurantes, actividades nocturnas. Su esposo llegó muy a las siete en punto con la noticia: «Hay que cancelar, surgió un imprevisto en el trabajo».
Tras el recuerdo, empuñó las manos con fuerza y quiso gritar, pero no se atrevió. Pensó, en cambio, en lo feo que era el pantalón de la mujer que esperaba a su hijo, jamás sería capaz de ponerse uno igual, parecía de postal. Dicho eso en su pensamiento, tuvo una idea.
Desde hacía varios años ella elegía sus propias postales por los colores, siempre con la intención de enviarlas algún día. Debe ser lindo recibir una postal. A ella le hubiese gustado recibir alguna. Pero en todo ese tiempo no había enviado ni media, simplemente las guardaba y esperaba.
Abrió el cofre para ojear esos papeles de colores con la idea de que alguna le ayudara a descubrir su destino. Sacó un manojo y, entre ellas, una carta amarillenta se asomó. La firmaba su padre desde Uruguay, en la época que tuvo que irse, cuando ella apenas tenía doce años. Había escrito, al final del papel, un fragmento de Eduardo Galeano. La leyó varias veces: «Y fue tanta la inmensidad de la mar, y tanto su fulgor, que el niño quedó mudo de hermosura. Y cuando por fin consiguió hablar, temblando, pidió a su padre: —¡Ayúdame a mirar!», y la frase con la que cerraba: «Ojalá estuvieras aquí». Guardó nuevamente la carta y las postales, y sacó el dinero. Suspiró y se dirigió al mostrador, segura del lugar al que iría.