¡Conoce cómo hacer parte de Número Cero!
Sebastián Gaviria Quintero
Instagram: @sebastian_gaviria.q
Cuando llegué esa mañana a la oficina, el mundo era para mí una moneda gastada, un objeto manoseado que había perdido el brillo. Claro, y es que hacía apenas algunas semanas había enterrado a mi papá, en uno de esos días soleados que nos hacen sudar hasta la tristeza. De mi papá sólo diré que me enseñó que la vida es como un avión de papel que uno mismo construye, refina y echa a volar con destino azaroso. Destino que se escapa de nosotros.
Entre las cosas que recuerdo de aquella mañana en la oficina es que el cielo, como una neblina espesa, se repetía en los ventanales del edificio. Con la lentitud de un ciempiés, caminé por el lobby, tomé el ascensor y me senté en mi puesto. Encendí el computador y apareció –en realidad me rompió la pantalla– un video del presidente de la compañía. Era un largo y tedioso mensaje contra el fraude. El presidente aparecía con un peinado inmóvil de empresario con conciencia social y una corbata negra. Gesticulaba en exceso. En el discurso se ufanaba de los resultados, pero también insistía en que el dinero no se podía perder por culpa de un puñado de corruptos. «Los buenos somos más», decía, «por eso les pido que actuemos con transparencia e integridad».
Era un mensaje que se repetía desde hacía un mes. En las reuniones los gerentes y directores lo repetían con precisión y coherencia exacta. Lo ponían en diapositivas, en presentaciones de indicadores semanales, en correos electrónicos. Alguna vez me quejé del exceso, pero un compañero, con voz de mosca nocturna, casi zumbándome al oído, me dijo: «No te compliqués y seguí este principio de inmensa sabiduría: lo que a mi jefe le gusta, a mí me encanta».
Cuando terminé de ver el video, tecleé el computador como un pianista desquiciado. En mi piso todos tecleaban. Las teclas sonaban como disparos de ametralladora. Parecíamos en un campo de batalla o en un concurso de piano. Leí sesenta correos, o más. En todos aparecía la campaña contra el fraude y a favor de la transparencia. La vida en la oficina era como la vida de un ratón de experimento, era correr sin moverse del mismo punto. El sueño me atrapaba rápido. Cada veinte minutos tenía que dar un paseo por el edificio. Me lo recorría de arriba abajo. A veces, en el lobby, me detenía en un espejo y me miraba los ojos, negros como las ojeras, como el pelo, como la corbata. Los visitantes del edificio que pasaban por allí me veían frente al espejo examinándome los párpados, analizándome los ojos. Apartaban la vista con repugnancia. ¿Se darían cuenta? No, ellos no sabían nada. No entendían nada.
Cuando volví a mi puesto, desbloqueé el computador y busqué un libro de poesía de un escritor austriaco, tratando de evitar esa tristeza que me perforaba el estómago. Los versos ensordecían el sonido de esas teclas que silbaban como disparos. Un compañero del área acercó la silla de rodachines hasta mi puesto y me habló con la velocidad de una bala. Así hablábamos casi todos en la oficina, aunque no nos diéramos cuenta. El compañero movía la cabeza de un lado a otro, como si alguien lo persiguiera. Le tuve que pedir que me repitiera, pues no le había entendido nada. «Vos no sabés lo que pasó, imaginate que mientras revisábamos un informe en la sala de juntas, una de las sillas desapareció». La frase no se me acomodó en la cabeza. Le dije que a lo mejor se la habían robado. «No, claro que no. Incluso revisaron las cámaras de seguridad, y nada. No nos explicamos cómo desapareció, cómo, si todos estábamos ahí. De hecho, ya se han perdido más de treinta sillas en el edificio y nadie sabe qué pasó. Hasta se perdieron las de la sala de los vicepresidentes».
Pensé que el tipo era un chiflado, que así se ponía la gente con tanto trabajo. Pero a la semana siguiente, mientras estaba en una conferencia en la que nos hablaban de la importancia de combatir el fraude, presencié algo similar a lo que pasaba con las sillas: vi cómo el conferencista, un tipo delgado y pelicrespo, empezó a perder su color. En la tarima se iba desvaneciendo. Se iba volviendo un holograma. Las personas en el auditorio pensaron que se trataba de un truco de magia y aplaudieron. La voz ronca del expositor, sin embargo, seguía sonando por los parlantes, aunque la figura crespa y delgada perdía más su brillo, su contraste, se iba difuminando. Al rato la voz dejó de sonar y terminó la charla. Las personas salieron tranquilas del auditorio, sonriendo. «Qué sofisticada manera de realizar conferencias», decían. «Ya esos conferencistas no saben qué inventar para llamar la atención». Yo no pensaba como ellos. No. Mi mente era un cucarrón volador. Daba vueltas y vueltas sobre lo que había visto. Me preguntaba cómo lo había logrado, cuál era el truco, cómo se había desvanecido. No fue para nada deliberado. El conferencista, al parecer, ni se había dado cuenta. Esa noche no pude dormir.
Cuando entré al edificio al día siguiente y me miré en el espejo del lobby, me vi los ojos más negros y dilatados. Mis ojeras parecían las de un panda. Así eran las ojeras de mi papá antes de morir. O eso me pareció. Esa mañana no resistí más de dos minutos en el puesto. Ya no quería teclear con ese impulso asesino y musical. Caminé otra vez por el edificio y me pareció un buque abandonado. Los corredores vacíos. El cafetín vacío. En la tarde solo tuve una reunión. Al principio pensé que no iría nadie. Sólo llegamos tres: un gerente de mercadeo, un gerente de producto y yo, el de publicidad. El gerente de mercadeo empezó la reunión repitiendo las palabras del presidente, obvio. Luego habló de la estrategia de inclusión social y cómo esta le permitiría a la empresa ganar más cuota de mercado, más clientes. Yo me distraje, pensé en mi papá, recordé sus disertaciones acerca de los procesos judiciales, de los casos de campesinos que nunca se resolvían en el tribunal. Sentí ganas de llorar. Moví la cabeza para sacudirme la nostalgia y me encontré con mi reflejo en uno de los vidrios de la sala. Ahí estaba yo, flaco, despeinado, con una fealdad burocrática. También estaba el gerente parlanchín en el vidrio: era alto como un edificio, vestido de saco y corbata delgadita, con método, bien peinado. Lanzaba manotazos autoritarios, como todos los de su cargo y pelambre. Se parecía a mi papá cuando iba a los juzgados.
Durante la reunión un espiral de sueño me envolvió la cabeza. Mis párpados eran cemento administrativo. Logré contenerlosy volví al reflejo del vidrio. Vi que la figura del gerente ya no se veía completa, le faltaba un brazo y solo manoteaba con el otro. El vértigo se me clavó en el estómago. Volteé de inmediato para buscarlo en la sala, pero la realidad fue más apabullante que el reflejo. En ese momento lo vi sin brazos y con el cuerpo desvaneciéndose como el del conferencista. Sólo le quedaba fija la cabeza, flotando. Me limpié los ojos, pero la cabeza del gerente no desaparecía del todo, seguía ahí, menos nítida, diluyéndose. Busqué al gerente de producto y tampoco estaba. Entonces sentí que algo me tocó el hombro izquierdo. Una mano de hielo. Giré, pero no vi a nadie. Salté de la silla y busqué otra vez la cabeza flotante, pero había desaparecido. Casi sin respiración y con las manos temblando, salí corriendo de la sala. Seguro mi cuerpo se veía como un iceberg en movimiento.
Entré al baño para meter la cabeza en el agua. El baño era un desierto frío, iluminado, con esa luz blanca y limpia. Abrí la llave, me mojé la cara y me miré en el espejo. Me vi pálido, con los ojos hundidos, con la boca gris, casi morada. La falta de sueño me tenía alucinando, pensé. Exhalé el poco aire que tenía. Me agarré los párpados con el índice y el pulgar. Me vi las pupilas dilatadas, los ojos duplicados en el espejo. No podía ser cierto, me decía. De pronto sentí cómo se abrió la llave de un lavamanos que no era el mío. Sonó una puerta. Unos zapatos, unos pasos. Miré de reojo, pero no vi a nadie. Luego oí un murmullo. Luego un silbido. Luego una puerta que se cerró y rechinó por una bisagra desgastada.
Cuando salí del baño, caminé por los corredores y no vi los escritorios ni las sillas, ni los computadores en los que tecleábamos repetitivamente. Sólo se escuchaban pasos y voces. Me subí al ascensor, que todavía funcionaba. Antes de presionar el botón del lobby, me di cuenta de que los otros botones también se iluminaron sin que yo los tocara. El ascensor se detuvo en cada piso. La puerta se abrió en el piso del restaurante, y entonces oí sonidos de cucharas y tenedores, vi algunos billetes levitando que entraban y salían de una caja registradora. Los billetes no perdían su materialidad. Luego la puerta del ascensor se abrió en los parqueaderos y vi cómo algunos carros se conducían solos, cómo las motos sin conductor se desplazaban y zigzagueaban libremente. Un olor a smog y a vejez roía el piso de concreto y los ductos de ventilación.
Me bajé en el lobby. Vi un cartel con el mensaje del presidente de la compañía que seguía indemne. Ya no estaban los recepcionistas ni las largas filas de clientes que me miraban con asco y estupor. Caminé hasta el espejo y vi que mi cuerpo se reflejaba fragmentado, ya no tenía piernas ni brazos, sólo mi cabeza flotando –como la del gerente, como la del conferencista– y una parte de los hombros. Me vi los ojos de panda y me pareció que tenía un brillo rojizo en el iris, un rojo que se consumía a fuego lento. Luego, con esa mirada roja y consumida, miré por los ventanales del edificio: la neblina absoluta y espesa que cubría la calle. Era tan blanca como el papel, como un avión de papel. Me pareció que mi papá tenía razón: la vida era como un avión de papel y no como una moneda oxidada. La luz roja se apagó en el espejo. Así son las cosas, se prenden y se apagan. Repetitivamente. Y yo sólo me pregunté cómo haría para volver a trabajar al día siguiente, sin manos ni pies.