¡Conoce cómo hacer parte de Número Cero!
Ilustración: Ana María Builes Correa
Marcos Arango Tamayo
marcosatho@gmail.com / Instagram: @thinkingcabezon
La noche ha sido larga y fría, no me he dormido aún a pesar de que mi cabeza cayó sobre el escritorio. Una vez más el cansancio me ha dejado lejos de la cama. Escucho unos pasos suaves acercándose a mí, ¿estaré soñando?
—¿Qué te acompaña esta noche, muchacho? —me susurra una voz masculina, coqueta. Algo me acaricia la cabeza, parecen uñas afiladas—. ¿Acaso es un recuerdo? —sigue aquella voz—, ¿o un anhelo? ¿Un miedo? ¿Todas? En últimas parecen ser la misma cosa.
Abro los ojos, las uñas todavía danzan sobre mí. Respiro agitado. Mi cerebro ordena moverme, pero el cuerpo no me responde.
El calor de la vela me tranquiliza, comprendo que caí encima de mis dibujos. Y ya no está el baile de las uñas.
Logro levantarme de golpe. Veo sobre la mesa, en una de las hojas, un monstruo de tinta: utiliza gorguera y se arranca la cara.
Yo me agarro la cabeza entumecida.
—Cuéntame, querido, ¿se apareció una sonrisa que ya no te pertenece?
¿De dónde viene esa voz? Estoy cansando, eso es seguro.
La voz continúa:
—Una sonrisa que te recuerda que puedes amar con el odio de una madre, con las mentiras de un padre o con las palabras destructivas de los grandes maestros que han acompañado tu vida. Cuéntame, ¿qué palabras te atraviesan?
Esa última pregunta me produce un vacío en el estómago. Por ahora no hago caso, entro al baño, enciendo la luz. Y ahora mi voz me bombardea mientras me miro al espejo: «Débil, maricón, inepto, bueno para nada, muy racional, muy destornillado, mantenido, muerto de hambre. Morirás solo». Las palabras, las mías, van y vienen. Se repiten hoy como en otras noches.
Comprendo la naturaleza de mi enfermedad.
Abro el grifo y me enjuago la cara.
—Mi locura es una Hidra —me explico ante el espejo con los ojos cerrados.
Y siento de nuevo las agujas acariciándome el rostro, están acompañadas de piel, ¡es una mano! Esta vez lo he sentido placentero. Sé que ella es mi amiga y mi enemiga.
Reviso el baño, no estoy solo en casa, aun así, la razón me indica que es falta de sueño.
—Combates las palabras con palabras —De nuevo la voz, no me importa, sigo mi camino, apago la luz—. Cortas una palabra y aparecen dos o tres de repente.
Y ahora, sin quererlo, soy arrastrado a la oscuridad del baño, de nuevo, por un ser bípedo de uñas largas. Logro zafarme, huyo y, mientras bajo por las escaleras, escucho:
—¿A dónde vas, muchacho? Dónde quiera que estés, estaré.
Viene tras de mí, ahí están sus pasos tranquilos, caminando peldaño a peldaño, no hay afán en su búsqueda.
—Estoy en la lluvia, en las lágrimas, en los latidos, en los gritos, en las risas.
Ha llegado al primer piso, lo único que divide a las escaleras de la cocina es un corredor, no he huido lo suficiente.
—Estoy cuando haces el amor y cuando lo destruyes.
Me mira paciente desde la oscuridad, no logro comprender su figura. Mi pecho se tensiona, hay frío en mis manos y en mis músculos casi estáticos. La bestia da unos pocos pasos hacia mí y se detiene de nuevo:
—Sí, mírame, me conoces porque estoy en el ayer, en el hoy y en el mañana. No huyas, no hay razón para ello.
Me armo de valentía, abro el cajón de los cubiertos y tomo el cuchillo más grande. La bestia no teme a mi amenaza, avanza y descubro su forma.
—Estoy en las ideas que al parecer piensan diferente…
Su rostro aparece en la luz.
—… pero se alimentan de un mismo corazón, se alimentan de un mismo ser.
Termina de hablar, mientras me señala con la mano. Su forma me atrae y me acobarda: la piel es blancuzca como la ceniza, manos flacas, uñas largas y verdes; viste de rojo y lleva una gorguera. La cara delgada, hermosa; cabello largo como el mío, oscuras ojeras, cejas delgadas, labios negros, dientes humanos e imperfectos. Y tiene unos ojos naranjas, en fuego, que me queman el corazón.
—¡Yo no estoy loco! —digo—, es falta de sueño, no más.
Que me perdone el diablo o el poeta que trajo este ser al mundo, pero acabaré con él.
—¡No más!
La razón es la espada mal afilada con la cual la combato, siento que mis labios dibujan palabras que no salen. Me lanzo para apuñalar al monstruo impasible. Detiene mi mano y la tuerce en mi contra, me pone de rodillas, con el cuchillo alcanzando mi pecho, mis manos logran impedir el final. Me quita el cuchillo y lo blande como si fuera a dar una estocada. Se detiene, se ríe, lo lanza a mis espaldas.
Me toma del cuello, comprendo que es mucho más fuerte que yo: delgados hilos de aire llegan apenas a los pulmones, mientras me tiene por lo alto. Me retuerzo y, una vez más, se ríe de mí. Me suelta, caigo y trato de respirar.
Veo aquel ser desde el suelo: es imponente, si él quisiera, yo ya estaría muerto. Se acerca, se posa en mi pecho, me ahoga. La luz azul de la noche lo convierte en un espectro frío. Me toma de la camisa y comienza a abofetearme, el mundo se revuelca una y otra vez, bofetada tras bofetada. Entre esos ires y venires, percibo un pequeño brillo de esperanza en el suelo.
El monstruo pone su mano sobre mi cara, enterrándome en las baldosas. De reojo veo su mano alzarse en la oscuridad y cayendo en mi cuello otra vez, la mano que me entierra hace lo mismo. La Hidra me está ahogando, intuyo que no dejará a medias su recado. Miro a un lado y allí está el brillo de la esperanza, trato de alcanzarlo.
—La Hidra morirá cuando yo muera —digo para nadie.
Tomo el cuchillo y le aflojo un corte rápido en la mano que empuja mi tráquea.
La garra me suelta y entra una bocanada de aire frío. Abro los ojos, no entiendo qué pasa. El suelo está congelado, se combina con el azul de la noche. Arremeto con el cuchillo pintando trazos escarlatas, la mano de La Hidra tiene las venas abiertas, y la mía flota, junto a la de ella, en la oscuridad del techo. La he debilitado al punto de que reptamos juntos buscando calor en esta tristeza, nos dirigimos hacia una luz más cálida.
Sentado, miro a todos lados buscando explicaciones, abrazo mis piernas, evitando mirar mi sangre esparcida por el suelo.