Los valientes y Madre son dos cuentos escritos por Julio César Duque Cardona
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Los valientes y Madre son dos cuentos escritos por Julio César Duque Cardona
Nos recogieron de casa en casa y nos llevaron a La Mayoría. Allí requirieron al jefe, entonces anunciaron que iban a matarnos de a dos, escogidos al azar entre la fila enmudecida hasta que él apareciera. El brillo del sol masticaba las piedras.
Las armas son juguete de un dios silente y frío que cuando se exaspera se pone febril. Al momento llamaron a la mujer del carpintero, que gimió negándose a pasar. Luego llamaron al canoero, que agachó la cabeza para ocultar su palidez entre los hombros.
Antes de que alguien pasara adelante, Donelio Abril levantó la mano, para no arrepentirse por los muchos años de vida que estaba seguro le corresponderían.
—El patrón salió ayer para la capital. Soy el de mayor rango en este momento.
Tarambana ladraba a los intrusos con exigencias de no perturbar la labor de sus amos. El sol estaba ansioso de llegar a su máximo. La sequedad del aire disparaba hasta muy lejos los aullidos.
Ellos se desesperaron con el grito anguloso del esnáucer, el único que reveló sus sentimientos desde aquella fila silenciosa. El hijo del guardabosques retenía al perro con una cuerda para que no atacara a aquellos hombres disfrazados de selva.
—¡Callen esa chanda! —ordenó una voz perentoria desde los árboles.
Uno de ellos macheteó tres veces al animal, con tan mala puntería que apenas le cortó las patas. Los niños comenzaron a llorar. La mujer del camionero, con voz gangosa, solicitó retirar a los menores, pero ellos tampoco la escucharon.
Hubieran gastado una bala. Con la cola entre las patas, la mascota gemía arrastrando sus dolores sobre las piedras empolvadas del patio, hasta que se derrumbó. Yaciente, insistía repitiendo la historia de su dolor en su exangüe lengua de perro.
Entonces Abril quedó ante ellos, tan indefenso como un muerto.
—¿Quién le da? —dijo uno. Estuvieron a punto de discutir por la suerte de quien parecía predestinado a morir esa mañana, como si repartieran sus túnicas.
—¡Yo! —decidió el más niño, pidiendo aprobación a las sombras que se cubrían en el follaje.
Pero pocos de ellos querrían perder la oportunidad de probar su eficacia en un punto al blanco, inmóvil, y dos accionaron sus fósforos mecánicos en el alma de Abril. Primero uno, fogoso y ensordecedor, y casi en el mismo instante otro, cuyo eco se confundía entre los gritos de los pájaros. Nuestros pensamientos se volvieron pesados como tomas en blanco y negro a cámara lenta. Los hombres somos el espejo de otro dios viejo, cansado de presenciar el aburrido juego de la vida.
Donelio Abril y Tarambana manchan el suelo del patio principal, bajo el sol picante y el aire seco que alentaron sus vidas. En un mismo instante, eran sombras perdiéndose entre las miríadas de microbios en los que nos convierten los hoyos negros y las galaxias embarazadas que también huyen de aquí.
«Nadie te puede dar ya miedo. Haz por pensar en cosas agradables
porque vamos a estar mucho tiempo enterrados».
Juan Rulfo, Pedro Páramo
Sexto día. Apenas desperté, llamé a casa. Entredormida, Blanca me contó que ya no sabía cómo acomodarse, el bebé se movía demasiado y eso que le faltaban dos largos meses. Esperemos que este trancón se desenrede, tampoco puedo dormir bien, le dije. «Cuídate y me avisas de cualquier cosa, el gobierno tiene que intervenir. Y si no, para qué son las autoridades», me dijo al colgar.
La cucaracha entró de prisa cuando yo estaba desnudo, sentado en la taza. Era inmensa: el doble de las que suelen habitar un armario. Todo es grande en El Pacífico: los árboles, la niebla del mar, la gente, los barcos; y el calor. Alcé los pies porque guardo terror a sus patas agujas. Se escondió debajo del tarro de basura. Levanté el recipiente y noté sus antenas jadeantes, pero no tenía con qué acabarla sin ensuciarme con la masa untuosa de su estómago. Entré a la ducha, pero no salió. Comenzaba ya a subir el calor. Desayuné con tinto y almojábana en el puerto.
Volví al baño a las nueve y media de la mañana y todavía estaba allí, apacible ahora, calculando algún instante para escapar o meterse en mis maletas. ¿Qué hacer, maldita sea, por qué no se va? Salí de nuevo hacia el puerto. Cada vez había más barcos estacionados a la entrada de la bahía.
Después del almuerzo, cuando me disponía a la siesta, observé que ella no se había movido del sitio; tal vez estaba esperando la noche para agenciarse un nido más seguro. Paciencia es el talento que les ha permitido supervivir, luego de volcanes, inundaciones, fuego del cielo y depredadores.
En la tarde tampoco se resolvió el conflicto entre los camioneros y el gobierno, y nosotros debíamos seguir atascados, esperando descargar los equipos de los barcos, angustiados por el calor y la humedad. En agosto, las nubes se retiran y dejan actuar al sol. Pagué seis tazas de café y dos periódicos en el restaurante del hotel. A las cinco, antes de lavarme de la sal del mar, me acordé de ella y decidí acabarla. Como si lo adivinara, tensionaba las patas para correr cuando retiré el tarro. ¿Cómo podía haber aguantado casi diez horas en un mismo sitio? Tendría que haber una razón superior a que estaba esperando la oportunidad para colarse en mis maletas y llenarme la casa con su prole. Un hotel de un pueblo caliente es un lugar aburrido para vivir.
Solo cuando me vio con la chancleta en la mano se dispuso a buscar otro refugio. Quité el tarro. En la carrera intentó volar, pero fue inútil: parece que hubiera perdido la habilidad en espacios cortos. La alcancé cuando apuraba el paso hacia el techo por el tubo del agua; cayó y en un instante quedó aplastada. Cuando observé su cuerpo molido me pregunté si tenía derecho a cortar esa vida que había confiado en mí.
Entonces comprendí el motivo de su larga quietud: en su cola arrastraba la cápsula de aquellos huevecillos que quedaron destripados sobre el plano amarillo y caliente de la baldosa cuadriculada. No hubiera hecho eso, era mejor haberla dejado escapar. El mar al fondo, gris, parecía traer la noche y la aburrición. ¿Hasta cuándo, carajo?
Volví a llamar a casa. Nadie respondió. Llamé donde mi suegra. Me contestó Beatriz. Que Blanca te manda a decir que ahora en la tarde tuvo muchas pulsaciones y prefirió ir donde el médico. Ya están viniendo con mamá, no pasó nada, fue solo el susto. Se va a quedar durmiendo aquí. Que la llames más tarde.