¡Conoce cómo hacer parte de Número Cero!
Yanet Helena Henao Lopera
Cinco de la tarde. Desde que firmaron el contrato, el patrón se aseguró de dejarle bien claro que, en una escala de uno a diez, donde uno era el portero y diez el administrador del bar, su opinión de músico novel valdría lo que el rollo de papel higiénico en el baño. Punto final y sin vuelta de hoja —muy literal él—. Así las cosas, ¿qué más le daba a Joan seguir repitiendo el repertorio? Anclarse a las partituras «de la casa» era un efecto colateral que él aceptaba, en aras de la posibilidad de cualquier encuentro furtivo con Rosana —además de papel, el baño ofrecía otras bondades que el patrón no consideró en su advertencia—.
Seis de la tarde. Tres horas antes del show, Joan dispone la indumentaria: medias, pantalón y corbata negros; camisa de chalís blanca manga larga, las mancuernillas herencia del abuelo y la loción de Hugo Boss —regalo de Rosana— ya casi agotada. Al pie de la cama, los zapatos, negros también, acabados de embetunar. El violín, juiciosamente guardado en el estuche, reposa sobre la cómoda, acompañado del cartapacio que Joan persiste en llevar a todos lados, con la esperanza de un golpe de suerte que le permita interpretar alguno de sus arreglos o, por qué no, una composición de su autoría.
Seis y quince de la tarde. Las notas de The second waltz en la emisora cultural. Favorito en la playlist de Joan y Rosana. Habían leído juntos la historia del posible plagio y cayeron en la tentación de tomar partido. Que si Shostakóvich, que si los niños republicanos españoles de la guerra; él a favor del uno, ella por los otros. Esa tarde desperdiciaron varios minutos, de esos con etiqueta de «Yo tengo la razón», hasta que el reloj les hizo caer en la cuenta de que era mejor apostar por ellos mismos. Su historia, aunque de menor formato, bien valía ser puesta por encima de todas las del resto del mundo. El tiempo era escaso para ellos, y en cada encuentro se agotaba la ración. Con las notas del Scherzo —primer movimiento—, Rosana parece emerger de entre las sábanas. Joan la imagina cruzando la calle, comprando pan fresco en la panadería de la esquina, susurrando al otro lado de la puerta: Soy yo, violinista. Invítame a un chocolate caliente. Van cuatro meses desde la última vez que ambos se miraron a los ojos. El patrón los conminó aquella noche de sospechas: Hay cocteles que están prohibidos hasta para la mujer del dueño. Al día siguiente, y al otro, y al otro… —así, con puntos suspensivos, como un cortejo fúnebre—, Rosana no apareció por el bar. En la habitación de Joan, el aire sigue oliendo a ella y un poco, muy poquito, a Hugo Boss.
Seis y diecisiete minutos. Segundo movimiento. Andante. Su ritmo es lento como una reflexión. Nada que ver con el itinerario lujurioso, de Coca Cola agitada, que tienen los amantes. Joan, un violinista anónimo que muere cada vez que se asoma a la ventana, esperando verla a ella, agitando sus brazos y gritando desde el callejón: Guíame, violinista. Busco a tientas la entrada de tu cuarto y temo perderme. Rosana, mujer del patrón y responsable de la suerte —con alta probabilidad de transmutación de la primera letra— del violinista. La esposa de un cornudo que acaba de entrar en escena y exige mejores líneas en sus diálogos. El patrón dejó de comerse el cuento de que, entre su mujer y el músico, todas las veces fueron la primera y última vez.
Seis y dieciocho minutos. Tercer movimiento. Serenata. La súplica vencida de Joan para que la realidad sea otra. En su cabeza, revuelta como el costal de un pordiosero, viven tantas cosas que ya no sabe dónde y cómo las recogió. Pero él es incapaz de deshacerse de su sueño. Desde que conoció a Rosana, su único plan ha sido dejar de verla justo un segundo antes de morir. Los ojos de ella no dejan de mirar adentro de su alma. Tuve que regresar, violinista. Devuélveme mis ojos. Si no puedes hacerlo, entonces quédate conmigo toda. Ya no importa si me pierdo cruzando el callejón.
Seis y treinta. Aunque el tiempo no sea como dicen los relojes, es momento de salir al bar. Quizá Joan pueda tardarse una copa de vino o un café, nunca un chocolate. El tiempo del chocolate pertenece a aquellas tardes esporádicas, cuando el miedo está borracho que es lo mismo que borrado. Sin Rosana, todos los relojes parecen caminar con la misma lentitud de un oso perezoso.
Nueve de la noche. Plano general: escenario iluminado, luces atenuadas en el salón, jazz de fondo, público escaso. Joan, su violín y el cartapacio. Bajan los susurros, se congregan las miradas. El show va a comenzar. Pero antes, en primer plano: zapatos de tacón dorados hacen su entrada. Sobre ellos, las piernas eternas de Rosana se pierden bajo el vuelo rojo de la falda. Camina directo hacia la barra. Pisa el suelo como si fueran los huesos del enemigo. Joan, con los párpados alzados, se olvida de respirar. El silencio lo desborda. Se obliga a asir con más fuerza el violín, que no abandona su lugar de trabajo entre el cuello y la clavícula. Desparramadas en el atril, las partituras «de la casa» parecen bostezar. Luego de ordenar al cantinero una copa de vino tinto, Rosana vuelve su mirada y elige sentarse en la silla del centro. Justo la que queda enfrente del escenario. Después de cuatro meses, ella y el violinista vuelven a mirarse a los ojos.
Nueve y diez. Cambio de planes. Sobre el atril: «A Rosana». Partitura para violín. Música por Joan H.L.
Seis de la mañana: en la habitación de Joan huele a chocolate.