«Yo escribo para conversar»: Danielle Navarro Bohórquez
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«Yo escribo para conversar»: Danielle Navarro Bohórquez
Fotografía: Camila Suárez Valencia
Veo a Danielle al fondo de la librería, acabando el primer café. Le hago señas para que nos sentemos en una de las mesas que está al aire libre. Nos saludamos con distancia: Danielle mide los gestos y las palabras. De entrada, me parece que está contenida. Pedimos otra ronda de tinto, comentamos un par de banalidades y, pronto, nos dejamos llevar por verdades a voces que no son publicables. Está a la expectativa de lo que pueda pasar con su obra, Teoría de conjuntos (Libros de fuego, 2024), la que ahora tengo en mis manos, con una dedicatoria suya que me invita a conversar.
¿Cómo vas con el libro?
Bien. Me ha ayudado a ubicarme en el lugar que me corresponde. Pienso que solo alguien que escriba puede imaginar todo lo que hay de uno en un libro. Y claro, sale esto y es algo que uno ama, pero uno sabe que es defectuoso, o que al menos podría ser mucho mejor. Publicar un primer libro te enfrenta con la realidad, que a veces no coincide con la idea que tenemos de nosotros mismos. Ha sido una lección de humildad, de decir: «Esto es lo mejor que puedo hacer ahora, después saldrá otro, espero, y si no es así, qué importa».
Durante toda la lectura estuve incómodo. Hay tensión, algo que está a punto de irse a la mierda, pero nunca se va del todo. Sentí el placer de una escritora voyerista: que nos hace asomarnos por una rendija, con vergüenza, pero no la suficiente para dejar de mirar…
Me gusta eso de la voyerista porque todo el tiempo mi pregunta era por la mirada. ¿Dónde se ubica la persona que mira? Eso tiene que ver con preguntas que tengo sobre el feminismo, por ejemplo. ¿Qué es ser mujer? Ser mujer significa mirar el mundo desde un lugar, esa es la definición más sencilla que he encontrado, porque es una pregunta difícil de responder. Un lugar en un ecosistema en el que están organizados los elementos en función de otras cosas, y la mujer ha estado parada en un punto y desde ahí observa, piensa, habla y actúa. Es eso, sí. Yo me detengo a mirar lo que pasa. Este libro plasma la atención de una mujer que se pregunta qué hay en la mirada del padre, qué hay en la mirada de una niña. Para plasmar esas miradas no me gusta usar la primera persona, me gustan más los narradores externos, focalizados en esas mujeres o en algún personaje. A veces, pensamos que el narrador en tercera persona no es nada, que es un ente inanimado, pero el narrador en tercera persona es un sujeto de enunciación, y yo creo que esos sujetos que narran en mis cuentos sí parten de una mirada femenina. Es esa voyerista que mira cosas incómodas, cosas que yo he sentido o que yo he visto o vivido.
Precisamente, esas preguntas por la mujer me llevan a los temas que se abordan en los cuentos: hay violencia de género, pero también violencia de clase. ¿Es algo que pensaste, que te inquieta?
Me sumo a muchas otras mujeres cuando digo que el feminismo tiene que ser antirracista, anticlasista, antixenófobo. Si no es así, es un feminismo blanco, patriarcal. Porque el feminismo tiene que ver con la libertad y los derechos de las mujeres, y la libertad y los derechos de muchas mujeres han requerido la sumisión de otras. Entonces, mientras escribía se fueron asomando unas violencias de clase. Por supuesto, en los cuentos hay violencia ejercida por hombres, pero hay también mucha violencia ejercida por mujeres contra mujeres de distinta clase.
Creo que ahí es cuando se entiende que el autor está vivo y escribe también con todo el inconsciente. Uno como autora sabe, entiende, cree en unas cosas y eso es lo que escribe; pero hay un montón de otras cosas que salen del inconsciente. Entonces, volver a leer el libro fue revelador. Fue en la relectura cuando dije: «Me interesa la violencia de clase».
Y descubrí algo que quería decir inicialmente y no era consciente. De la relectura del libro también sale la teoría de conjuntos, título del libro; yo no lo tenía tan claro al comienzo. Me parecía bellísima esa teoría, me servía para entender matemáticamente los conflictos. Ve, yo estudié ingeniería hace muchos años y no la terminé. Pero me encantó haberla estudiado porque me da un “marco conceptual” para entender el mundo. El último cuento que escribí fue precisamente el que le da título al libro, y descubrí problemas que quería tratar. La violencia de clase y de género se entrecruzan y ahí nace esa teoría de conjuntos.
Escuchándote, ahora pienso que algunos de estos cuentos no los podría haber escrito un hombre. Hay ciertos detalles que crean tu universo, por los cuales un hombre promedio nunca se preocuparía. Por ejemplo: la mancha del flujo vaginal en la ropa íntima, la diferencia en el tamaño de las tetas en la adolescencia y los complejos que nacen desde ahí…
Son temas de los que no se habla mucho. Yo nunca he hablado con nadie sobre flujo vaginal. Es algo que está ahí, que se sabe, pero nadie lo comenta. Recuerdo que hace unos dos o tres años se me pasó el periodo en una falda y dije: «Ay, me voy a ir así». Y yo caminaba por un centro comercial y varias mujeres se me acercaron a decirme en susurros: «Chica, se te pasó». Y yo: «Sí, ya sé». La gente lo toma como un secreto, como algo incómodo. Hay que preguntarnos por lo que sale del cuerpo de las mujeres. Contener ese flujo es también una forma de opresión. Por ejemplo: en El arte de amar, Ovidio dice que la belleza es mejor desaliñada en los hombres; en cambio, las mujeres deben estar impecables. Y ese mandato de mantenerse impecable es aterrador. La mayoría lo hemos sufrido. Yo soy una mujer velluda y eso es feo. Entonces, eso lleva a violencias como que vayas al láser, que duele horrible. A mí me gusta poner eso en contraste: una lo tiene, otra no lo tiene. Y eso qué genera. Y qué haces tú. Al final, nunca se es la mujer que se debería ser. Tenemos ese daño, esa forma de pensar, nunca alcanzamos a serlo. Estamos orbitando este universo y tratando de pertenecer. Esa es la pregunta de fondo del libro: qué hacer para pertenecer a un universo que nos expulsa, que todo el tiempo, en términos de clase, de belleza, no nos deja entrar. Y ese universo genera tensiones: estás a punto de entrar, pero no lo logras.
Otro tema que me interesa de tu libro es el silencio. Hay violencia, como ya dijimos, pero no se hace explícita del todo y, a veces, tampoco se concluye a qué tipo de violencia nos referimos. Pienso en el cuento «Estar a solas», donde hay una incomodidad de la niña con el padre. Esa niña, parece, quiere huir de la mirada del padre. La niña siente incomodidad, pero no es capaz de ponerla en palabras. Ni los personajes ni nosotros, los lectores, sabemos cómo nombrarlo.
(Viene del impreso)
Hay dos formas de responder a eso: el fondo y la forma. Una manera de verlo es en términos formales. Tiene que ver con las lecturas que seguí cuando estaba escribiendo: Samanta Schweblin, Alice Munro, Liliana Heker, Ernest Hemingway; ellos son autores silenciosos. Saben callar, bordear la cosa, acercarse y nunca decirla. Prefiero incomodar al lector. Una editora me decía: «El lector tiene que estar incómodo porque ahí no pasa nada». Y es verdad, hay un señor y una niña: el señor no la está tocando ni acosando ni nada. Pero uno como lector sí siente esa incomodidad. No sé si quería que la niña estuviera incómoda, yo quería que el lector estuviera incómodo todo el tiempo. Y que estuviera maquinando, que dijera: «Qué horror». Entonces, técnicamente, a mí me interesaba la escritura de lo silencioso, lo que no se dice. Pensé mucho en el cuento Un hombre sin suerte, de Samanta Schweblin, que cuenta la historia de un señor que acompaña a una niña a comprar unos cucos, donde no pasa nada, pero uno todo el tiempo piensa: «Por favor, separen a esos dos».
Y, por otra parte, hay un asunto más de fondo. No me interesan las violencias explícitas, no me interesa que la golpeen. Obvio, me atañe como mujer ese tipo de violencia, pero no es lo que quería contar en estas historias. Me interesan otras violencias que también son espantosas, hirientes, que son del orden del lenguaje, de los silencios y que tienen que ver con una cuestión prelingüística. Por fortuna, el feminismo nos ha dado un montón de palabras: ahora existen los micromachismos, microviolencias, que no son micro, son grandes y nos permiten saber que hay violencia psicológica, por ejemplo. Hace cincuenta años no sabíamos qué era eso. Entonces, es muy tenaz porque parte de una incomodidad prelingüística, o sea, no tenemos palabras para nombrarla, mucho menos una niña de ocho años que seguro tendrá que ir a terapia en el futuro y decir: «Mirá, me pasaba esto». Esa sensación de no tener lenguaje para nombrar la violencia tiene que ver con el silencio.
Además, está muy bien construido. Ese último diálogo del cuento «Estar a solas», hecho casi de puros monosílabos, tiene un impacto muy eficaz. Y claro, en esos vacíos de lo no dicho, se le permite al lector poner todas sus perversiones…
Ese era también el propósito del silencio. Porque cuando hay una evidencia de lo violento no nos quedan dudas. Pero cuando la violencia se presenta así, sin huellas, no hay nada que denunciar. No podés llegar a decir: «Hola, estuve con mi papá en una cama y no pasó nada». En esos intersticios de los diálogos, cuando aparentemente no está pasando nada, se crea la tensión.
Ese mismo recurso lo usas en «La visita», el cuento de la mujer con sus vecinos raros. Un diálogo escueto que te permite crear todo un mundo de posibilidades. Y al final, no se revela nada, no sabemos qué pasó…
¿Y tú sabes qué le pasó a esa mujer? Cuando a mí me preguntan, yo respondo: no sé.
Por el contexto del libro, por todo lo que uno ha venido leyendo antes, podemos sacar conclusiones: este hombre le hizo algo. Pero eso nunca queda explícito. Puede que, simplemente, ella se haya ido. Pero, claro, todo lo que vengo leyendo antes, todas esas violencias silenciosas, lo llevan a uno a pensar que obvio el hombre la agredió de alguna manera.
Ese cuento solo podía estar al final del libro. Si estuviera al principio, quedaría cojo, no sería un buen comienzo. De todos, fue del que tuve más dudas. Además, al principio yo lo tenía sin esas explicaciones, esos entre paréntesis, y el editor me dijo: «Ponle esas explicaciones porque el cuento no se entiende, ponle tiempo y espacio». Pero me parece que es un cuento que funciona solo al final porque el contexto de los otros cuentos te puede arrastrar a esa conclusión. Si ese cuento se lee solo, no sé qué efecto tenga. El cuento se llena con el resto del libro.
Háblame ahora de cómo te acercas técnicamente a tu escritura. Este, el cuento “La visita”, es el que más se diferencia porque está creado a punta de diálogos. Los otros, en su mayoría, tienen un narrador en tercera persona siempre pegado a uno de los personajes, a una mujer. Creo que solo hay uno en el que el punto de vista se pega a un hombre, “Estar a solas”. Cuéntame de esos narradores y cómo llegas a la construcción de ellos.
Creo que soy una escritora más de estructura que de volumen, y esa estructura tiene que ver con el tiempo. La pregunta fundamental que me ha permitido escribir es: ¿cómo pasa el tiempo? ¿Qué cosas pasan mientras las cosas pasan? Lo más fácil es contar en pasado y ya, pero yo no quería eso. Casi todos estos cuentos pasan en una o dos horas. El tiempo base transcurre en presente, pero también cubre la memoria, y la memoria es la que lleva a que se detone algo “grave” en el cuento. Si te fijas, los cuentos son una espiral, esa fue la forma que encontré: entonces, la historia transcurre en una hora, pero debajo de esa hora, en los recuerdos, están el contexto y el desarrollo de los personajes y así surge también el punto de vista.
Aquí trabajé más con la forma que con el exceso de prosa: estos son cuentos sintéticos, concretos. También porque le tengo mucho miedo a lo cursi, no quiero caer en frases artificiosas. Trato o traté de buscar algo que parecería escueto, pero creo que no lo es; detrás de lo que se ve sencillo o simple hay mucho trabajo de escritura, eso lo sabe cualquier escritor.
Y también me interesa el registro oral. ¿No sé si vos lo sentiste paisa? Eso fue algo que los editores sintieron. No escribí deseando que mis personajes fueran paisas. Para mí ellos hablan así, articulan así la voz. Es interesante esa tensión que se genera con los registros del habla y la oralidad en la escritura.
Para mí, es un acierto. Bueno, puede ser porque yo también soy paisa. Mis personajes hablan de “vos” todo el tiempo y, bajo mi criterio, no deberían hablar de otra forma…
Claro. Es como leer a Fernanda Melchor y pedir que no la pongan en mexicano. Igual, fueron conversaciones muy interesantes con los editores y al final logramos transar, neutralizar un poco el acento. Porque el riesgo de la oralidad es que el cuento parezca “mal escrito”. Bueno, por eso en el lenguaje oral hay un montón de trabajo. Este último cuento, del que venimos hablando, fue una especie de desquite. Ve, yo hace tres o cuatro años participé en las becas de creación de la Alcaldía de Medellín. Esa vez, Paloma Pérez fue jurado. Cuando leí el informe que ella hizo me indigné porque me di cuenta de que era un «copie y pegue» en los comentarios de varios participantes. A un compañero y a mí nos había puesto lo mismo. Y los comentarios eran del tipo: «Métete a un taller de escritura». Yo pensaba: qué pena con Paloma, no solo he asistido, sino que he dictado cien talleres de escritura distintos. También escribió en el informe algo así como: «Estos no son cuentos, lee a los grandes cuentistas». Entonces yo dije: «Si alguien como tú dice que este no es un cuento, con más ganas lo meteré en un libro de cuentos. Además, esto es una beca de creación: desde dónde habla uno para hacer ese comentario, en pleno dos mil veintipico». Me pareció todo muy fuera de lugar. Ella, pienso, es un tipo de jurado que premiaría cierto tipo de cosas que yo sé que no le voy a dar. A mí esos comentarios me desmotivaron para seguir participando en las becas de creación porque suele haber jurados con miradas que muy probablemente no verán la belleza o el valor estético donde yo lo veo. Entonces nada, empecé a buscar por otros caminos, en otros lugares, y apareció Libros del Fuego.
Pero sí hay belleza ahí. Quizá no la que esta señora esperaría encontrar…
Sí, para mí es bello. Aunque yo no quería que alguien leyera mis cuentos y dijera «qué cuento tan hermoso». Yo quería generar otras cosas. Para mí «Fotograma» es muy bello, es mi cuento favorito, técnicamente.
«Trocito de pescado» fue el primer cuento que me salió... Luego de ese y del de los calzones dije: «No puedo escribir nada más en primera persona en este momento de mi vida». Ahora, estoy volviendo a la primera persona y me gusta, pero a veces me parece limitada, a no ser que sea un personaje que esté loco o desviado. Entonces, empecé a buscar esas terceras personas con un poco de ironía, vacilación, el narrador que dice y se desdice, dice una cosa y después la duda. En «Fotograma» yo quería una primera persona plural, que estuviera afuera del relato. Pensé en la tragedia griega, en lo coral, en la voz de la conciencia que yo sostengo que es una especie de pelotera colectiva adentro de la cabeza.
El cuento Fotograma usa una primera persona, pero no está dentro del personaje, no es el personaje. Para mí eso fue un hallazgo. Entendí algo, técnicamente, con ese cuento. Porque creo que los narradores no son solo experimentos, el narrador es un punto de vista y está contando algo, diciendo algo, y eso no puede ser fortuito o azaroso. Entonces sí, son narradores muy pensados. Yo no sé si todo el mundo lo note, pero es así.
¿Y cómo llegas a esa decisión? Tienes una historia y buscas el narrador más conveniente para contarla o, simplemente, empiezas a escribir y te dejas llevar por lo que va apareciendo.
Hay que escuchar. Yo creo que la estructura es de oído. Escuchar la historia y el personaje y el registro y el tono. «Estar a solas» fue el tercer cuento que escribí, lo empecé en primera persona y cuando escuché esa voz, dije: «No, yo a este señor no le creo. Era cínico, y él no puede hablar así». Era malo, muy malo ese cuento. Uno no le creía nada. Eso se dio, quizá, porque en ese momento no era capaz de narrar desde la voz de un hombre, ahora lo estoy intentando. Entonces, es una escucha muy particular: no es solo leer en voz alta y fijarse en el registro, es una escucha sintáctica. A veces, eso aparece de entrada. En «Trocito de pescado» se dio así, aunque la versión que quedó en el libro es la número ochocientos, la voz salió ahí mismo, la escuché, y la escribí.
Y volviendo a la pregunta, yo no tengo plan. Es algo que he conversado con otros compañeros que sí hacen un plan de escritura y tienen muy claro a dónde van. Yo me siento escribir y saco lo que hay, y luego empiezo a organizar. Con la nueva novela que estoy escribiendo, casi no encuentro el registro, pero cuando lo hice me encantó. Y eso se logra, creo yo, leyendo otras cosas: es escucha y técnica. Una escucha sintáctica. Es un oído que no sé dónde estará, pero que te permite resolver cuestiones técnicas.
¿Tiene que ver con la pregunta de la mirada del principio?
Sí, es desde donde puedo mirar. A mí me gustan los narradores que puedan abarcar mucho, y creo que un narrador en primera persona, si uno no lo hace muy bien, es limitado y fácilmente puede caer en cosas como: «Estoy sentado tomándome un café». Eso para qué, uno a nadie le dice esas cosas.
Me interesa algo que mencionaste anteriormente en esto de no planear y de lo placentero que es ir descubriendo la historia a medida que se crea, que se escribe…
Y no solo descubriendo la historia, sino entendiéndola. Yo empiezo con una intuición, una imagen. En «Estar a solas», la imagen era una niña que se masturbaba. Esa era la única idea que tenía y, de pronto, aparece una frase y es milagroso pasar de cero a una página. Eso me sigue pareciendo increíble.
Me inquieta la dificultad para escribir y concentrarme. ¿Cuánto tiempo duramos escribiendo sin parar? Yo creo que duraré tres minutos, no soy capaz de más. Debo parar un momento y luego continuar. Y a veces cuando paro, me disperso. Vivimos en una crisis de ansiedad, dispersión, y eso es incómodo y doloroso. Un amigo dice: «Eso te pasa mientras aprendes el oficio». Y yo pienso: «¿Será? Tal vez a ti no se te acaban las palabras, pero a mí sí me da mucha ansiedad sentir que se me acaban y entonces busco distractores». A veces, para remediar eso, no me freno, sino que saco todo lo que tenga. La «vomitación», le digo yo. Lo que salga y luego organizo. Y así logro escribir un montón de palabras, y ahí entiendo: «Ah, mi texto va por acá». Porque, a veces, no sé lo que quiero decir, pero tú vas y te lees y ahí ocurre una suerte de desdoblamiento muy revelador, porque cuando te lees, entiendes. Tienes una idea aquí, luego la pones allí y vas entendiendo tu propio texto. Al mismo tiempo, vas leyendo otras cosas que nutren la escritura. Y de repente, hay un montón de páginas escritas. En definitiva, me dejo llevar. A mí la escritura me parece un milagro: «Al séptimo día, Dios…». Ese es el milagro de la creación.
Ahora que mencionas a tu amigo, el que habla del oficio… yo estoy en pro de celebrar esos milagros. Escribir es muy difícil. Escribir un mal cuento también es muy difícil, escribir una mala novela también es muy difícil…
Sí, creo que escribir es muy difícil y terminar un libro es algo meritorio. Recordé que una vez, en Bogotá, en una conversación sobre el libro, un hombre me preguntó (me parece que con un poco de cizaña): «¿Qué tienes tú que te publicaron a ti y no a otras personas en esa editorial?» Y yo le respondí, también con un poquito de cizaña (creo): «No, pues nada, que soy mujer». Obviamente, no me publicaron solo porque soy mujer, pero creo que esa “condición” suma. Por ejemplo, a este catálogo le faltaban autoras de cuento. Yo creo que publicar un libro es algo de mucho mérito, pero también se trata de un poco de suerte, uno no puede desconocer eso. Es decir, ganarse una beca o un premio no solo es cuestión de suerte ni solo cuestión de mérito, hay muchas variables en el juego: quiénes son los jurados, quiénes se presentaron esa vez… Y no se trata de desconocer el trabajo en absoluto, pero hay un gran componente de suerte en todo esto. Ser mujer es atractivo para el mercado editorial de hoy. Yo soy una pelada que publica mil cosas en Instagram, que puede vender, todo eso suma.
Pero insisto: más allá de parecer arrogantes, creo que sí hay que celebrarse porque esto es muy difícil. Y hacerle un espacio, así sea pequeño, al ego…
Uno sin ego no puede escribir. Creo que esto es lo mejor que podemos hacer con nuestro ego: escribir, publicar y celebrarlo. Es que si uno no cree en esto es muy difícil. Esa ha sido mi postura: amar lo que uno hace y celebrarse todo lo que sea necesario.
Basado en tu respuesta anterior, pensaba en una de las ediciones pasadas del magazine, cuando hablamos con Isabel botero. Ella también sentía que, quizá, las editoriales, así sea por temas comerciales, están eligiendo escritoras…
Estoy de acuerdo. Ni siquiera es que lo piense, lo veo. Me parece importante que en Planeta y en Alfaguara estén las editoras que están. Ellas ponen su línea y por supuesto tienen sus preferencias. Uno lo ve: Laura Ortiz, Camila Esguerra, Tania Ganitsky, Fernanda Trías... Pienso por ejemplo en Alejandra Algorta, que fue también editora de Cardumen y que tiene apuestas por las autoras colombianas. Ella también publicó la poesía de Andrea Cote en Tusquets, con el título Fervor de tierra, y ese libro está siendo muy muy importante.
Que existan esas miradas lo favorece a uno. Creo que no se trata, o no quisiera que se tratara, de compensaciones nada más, porque volveríamos a la misma lógica excluyente, pero, ahora, en sentido contrario. Entonces, sí, hay una circunstancia en el mercado que hoy favorece a las escritoras. También hay ahora una sensibilidad que hace que nos interese la vida de las mujeres, las preguntas de las mujeres, los problemas de las mujeres. Y no solo importan las autoras porque sean mujeres, sino que importa también de dónde vienen. Hay factores sociológicos que tienen efectos en la literatura y eso no se puede desconocer. No se trata solo de la genialidad, no. La literatura es también un hecho social, la literatura ocurre y es posible en un entorno social donde vive gente, dialoga gente y hay relaciones de poder. Como dijo Gabriela Wiener una vez que estuvo en Medellín: «Aprovechen sus quince minutos de fama porque dentro de dos o tres años posiblemente podría haber interés solo en mujeres negras y tú, medio blanquita, ya no le intereses a nadie». Ni siquiera hay que verlo con resentimiento, sino que se trata de entender la literatura dentro de un ecosistema de poder, de relaciones, y también de unas luchas por el reconocimiento en unas circunstancias específicas.
Creo, de todas maneras, que la buena literatura encuentra siempre su camino, pero eso lo dirá solo el tiempo.
Por otra parte, hay que entender a las editoriales como empresas que tienen que vender. El mundo editorial es complejo y necesita balance entre lo que se vende, lo que es bueno y lo nuevo. Pongamos el caso de Planeta. Hace poco hubo unas apuestas muy interesantes por rescatar y reeditar unos autores colombianos, pero muchos de esos libros no se vendieron. Es muy probable que muchas editoriales, entre ellas Planeta, estén llenas de libros muy interesantes, pero que no se mueven. Entonces, sí, qué hacemos con estos libros. Uno ahí podría preguntarse cuál es la función social de una editorial. Quizá las independientes nos den luces. Finalmente, la salvación está en la diversidad de editoriales, creo yo. Siempre será mejor tener muchas miradas. Publicar no es fácil, no está nada fácil, pero las editoriales responden finalmente al mercado. Animal Extinto, que es una editorial divina, no sé cómo sobrevive. Edgar Blanco, el editor, a veces dice, un poco en broma, un poco en serio: «Esto es un negocio a pérdida». Y lo asume. Entonces puede publicar libros raros, rescates no comerciales, en ediciones bellísimas... Rey Naranjo, por ejemplo, es una editorial que hace libros muy hermosos y me parece que entiende muy bien el mercado, sabe qué libros o qué autores puede mover. Entonces, no se trata solo de que yo como editorial tenga la misión o el deber de sacar las nuevas voces, eso podría sonar muy romántico; pero sí está la pregunta sobre qué autores hay interesantes en el país, cómo los pongo a dialogar con otros en el mismo catálogo y así. En Puñalada Trapera están Lina Parra, Laura Ortiz, Sergio de la Pava, etc., y, entre tantos, entran en esas listas varios autores nuevos que no son tan conocidos. Para mí ha sido muy importante estar en Puñalada Trapera. A eso me refiero con la compensación, porque si sacaran puras Danielle Navarro, cuando nadie todavía la conoce, ese libro no se va a mover y no va a ser importante, como sí lo ha sido en estas ediciones.
Ahora que hablas de Planeta, de Alfaguara, de Rey Naranjo… Estuviste viviendo en Bogotá, muy cerca del círculo cultural, ¿qué encontraste?
Me parece que la literatura nacional sigue concentrada en Bogotá. ¿No sé si viste la Lista de Casa Macondo? Es una lista muy importante de los 50 libros más leídos del año en Colombia. Hay libros de ficción, de no ficción, de poesía, de cuento, y estos libros se eligen a partir de unas propuestas que hace una lista de jurados. Entre los autores colombianos elegidos en 2024, casi todos son de Bogotá o son publicados en editoriales bogotanas, o en Planeta y Random, que operan en Bogotá. De Antioquia creo que solo están Efrén Giraldo y Piedad Bonnett, que es, me parece, una autora muy bogotana. Aquí en Medellín pasan muchas cosas muy interesantes, pero se quedan aquí, ocurren aquí. Bogotá sigue siendo la literatura nacional. A mí eso me movió mucho.
Encontré muchas tensiones con Medellín, y no solo con la literatura. Mi sensación es que la literatura de Medellín es irrelevante en la literatura nacional. Por ejemplo, Lina Parra es una autora muy interesante y aquí en Medellín todos la conocemos, y creo que hay que comprarla y leerla, pero me parece que no es tan conocida en Bogotá. Efrén Giraldo también está haciendo cosas muy importantes y creo que después del premio que ganó el año pasado, y de haber sido publicado en una editorial bogotana, empezó también a sonar en la literatura nacional. Pero sí, en Bogotá están las editoriales comerciales y gran parte de las independientes, y en Bogotá se mueve sobre todo Bogotá.
Por eso creo que son importantes los premios literarios. El Elisa Mújica de Idartes lo ganó en 2024 Claudia Amador, una pelada de Barranquilla. Ella es librera en Woolf, una librería independiente dedicada a la literatura escrita por mujeres. Creo que deberíamos dar bomba y mover todos los autores que nos gusten y no sean de Bogotá. Cristina Bendek, de San Andrés, también ganó el Elisa Mújica. No sé si alguna autora de Medellín se haya ganado ese premio, creo que no. Pero, por ejemplo: ¿cuántos autores costeños vivos conocemos y hemos leído?, ¿cuántos de Cali?, ¿cuántos de Manizales? Y no se trata de hacer una lectura políticamente correcta, sino de preguntarnos si la literatura colombiana que conocemos es solo la que circula en Bogotá.
De eso me di cuenta allá: nuestro mundo es muy pequeño todavía. Y el poder sigue estando concentrado en la capital. Bogotá se basta a sí misma. Entonces nosotros, no sé cómo, deberíamos movernos más allá. Tener más conversaciones allá. La literatura nacional es mucho más que Bogotá. Pero parecería que es Bogotá y eso es muy impresionante.
¿Ves alguna forma de cambiarlo?
Para mí, fue muy interesante que me invitaran a presentar el libro en varias librerías y que hubiera asistentes en todas las presentaciones, así fuera por la persona que me presentaba. Pero, creo, hay que mover más ese diálogo: yo sé que nos podemos presentar y mover más allá, hay que tratar de hacerlo de alguna forma. Si a uno le interesa auténticamente la literatura, hay que ir a las ferias del libro, mirar el panorama, descubrir quiénes están escribiendo, cuánta gente de Medellín hay allá e impulsarnos entre todos.
Me contaste que estás escribiendo una novela, ¿cómo va eso?
Ese texto partió de una intuición. Quería narrar la relación entre dos mujeres. Que una deseara la muerte de la otra, que esa muerte ocurriera y que ella no fuera la culpable. Esa era la intención inicial, pero yo no entendía quiénes eran esas mujeres, qué vínculo tenían, no entendía nada. Empecé a escribir, me dejé llevar y ha sido muy difícil. Esa historia fue un cuento inicialmente. Luego vi un concurso, el premio Roberto Burgos Cantor de novela corta, y empecé a escribir para llegar a la fecha de entrega. No alcancé a terminar, pero a partir de eso dije: voy a escribir esta novela.
Uno puede hacerse ahí la pregunta de si escribimos para los premios. Obvio no, pero a veces sí. Un libro no lo haces en cinco días, pero te puedes proyectar: yo quiero escribir un libro para presentarlo al concurso tal y que esa fecha se convierta en el deadline. A veces necesito eso: poner una fecha para tener un proyecto, porque tener un proyecto no es fácil.
Todavía no tengo muy clara la ruta, pero al menos ya puedo decir de qué va a tratar. El caso, empecé a escribir todos los días y ahí voy, lentamente.
Casi todas las personas con las que he hablado en los últimos meses manifiestan una gran dificultad para escribir en la actualidad. Por todas las distracciones que tenemos, todas las alarmas, las notificaciones, la ansiedad. ¿Cómo estás lidiando con eso?
Yo disfruto mucho escribir, pero me cuesta, me molesta en el cuerpo. Escribir es una experiencia corporal: cómo estás sentado, dónde estás. Escribir pica. Uno encuentra todos los distractores para empezar: es uno con uno y a la vez uno contra uno. Es una lucha diaria. Mi meta es, al menos, trecientas palabras todos los días. Mínimo. Así esas palabras sean mierda, pero hay que escribirlas.
Es impresionante lo que pasa cuando lo haces: como dice un amigo, al principio tienes una matica pequeña y, de repente, todo un bosque, un montón de palabras con las que puedes jugar. No te tiene que salir la oración completa, pero sí necesitamos la materia. Yo ya tengo como 40 páginas de la novela, y empecé en octubre o noviembre, dándole todos los días. De esas páginas no todas me sirven, pero con eso puedo hacer algo. Eso me parece maravilloso, milagroso y motivante. Si uno lograra esa rutina, con treinta minutos que te concentres, ya eso es mucho. Hay que apagar todo, desconectarse de las redes sociales, es difícil, horrible, pero hay que hacerlo.
Y la fortuna, que sé que la tienes, de contar con amigos lectores…
Demasiado importante. Yo creo que la escritura, si bien material y físicamente es solitaria, es también un ejercicio colectivo. Podemos escribir porque otros han escrito, podemos escribir porque leímos. Si tú no hubieras leído no escribirías como escribes. Así sea consciente o inconscientemente, estamos dialogando. Estás en el banquete, hablando con un montón de gente. Entonces ahí, en principio, ya es un ejercicio colectivo.
Ahora, esos amigos muertos que están en los libros no te van a decir nada. A mí me hace falta ver cómo se recibe lo que escribo. Y ni siquiera para que me digan si está bien o está mal, no se trata del aplauso. Es la interlocución que puedes tener a partir de lo que estás escribiendo. A veces, lo que te dice la gente no te sirve y no le parás bolas, no te interesa. Pero el diálogo, la interlocución, sí ejerce algo en ti que luego al escribir lo ponés en juego. Yo aprendí así y solo sé hacerlo así, por ahora. En Bogotá lo extrañé infinitamente. Lo más bello de haber vuelto a Medellín es encontrarme con ese grupo de lectura.
¿Tienes algún objetivo con tu escritura o, simplemente, es una necesidad?
De la escritura me interesa la conversación. Siento un deseo muy intenso de decir cosas, y esas cosas yo solo las puedo decir escribiendo, sobre todo ficción. A mí no me sale hacer un ensayo sobre la incomodidad prelingüística y decir, por ejemplo: «Tu cinismo ejerce una violencia en mí porque estás dándome por sentada como mujer, etc.». Yo prefiero hacerlo en un cuento, esa es mi forma, es mi lenguaje. Me gusta participar de la conversación, que me lean, que me inviten a hablar. Soy cero modesta en ese sentido: me gusta que me inviten a decir lo que pienso. Muy consciente, también, de lo que puedo decir. Creo que no soy una intelectual, todavía no sé cómo me entiendo a ese respecto. Pero por lo pronto, eso: yo escribo para conversar.
Uno tiene que ser honesto con su ambición y con su vanidad. Hay que entender que uno es muy chiquito. Al lado de Gabriel García Márquez, todos somos diminutos. Pero hay que reconciliarse con la vanidad.
La gente que no reconoce su propia vanidad suele ser gente frustrada que además se vuelve violenta, gente que es… gonorrea. Esa que dice: «Yo no tengo ambiciones de ser nada». Yo pienso: «Bueno, está bien, miéntete. Porque estás escribiendo y estás publicando. Si estás publicando no te creo que no quieres que te lean». Hay que reconciliarse con la vanidad y si uno quiere ser algo, decirlo. Decirlo y trabajar. Porque el oficio de la escritura es, sobre todo, trabajar y hacerse cargo. Y ser consciente de que puede que no lo logres. Pero al menos lo hiciste transparentemente. Yo, en este sentido, defiendo la vanidad. Para escribir necesitas mucha vanidad porque te exige una exposición impresionante. A veces, muy miedosa. Pero eso hace parte del oficio.
Para terminar, háblame de tus lecturas actuales.
Yo tuve un club de lectura mientras estuve en Bogotá. El último libro que me terminé, en ese club, fue La clase de griego, de Han Kang. Quiero saber qué están escribiendo otras autoras latinoamericanas, sobre todo Mónica Ojeda y Marina Enríquez me interesan demasiado. Más allá del famoso Gótico andino y todas esas categorías, me parecen miradas optimistas sobre el mundo. En medio del caos y la catástrofe, cuando yo encuentro esas miradas, me llaman la atención.
Y ahora, estoy leyendo El ruido y la furia, de Faulkner. Creo que hay autores que son maestros de la técnica, y Faulkner tiene eso. Quiero leer la Ilíada, también. Si leo un libro este año, quiero que sea ese. Me parece bellísima toda la sintaxis que hay en El ruido y la furia y creo que soy una lectora muy técnica en ese sentido. Me interesa entender cómo está hecho el texto.
Por último, recomiéndanos un par de escritores que no sean tan conocidos y que pienses que la gente debería leer.
Voy a mencionar solo gente viva. María Gómez Lara, la poeta. El último libro que publicó se llama Don quijote a voces. Ella me parece una escritora increíble.
De Felipe Núñez, Todos somos islas. Él es un escritor con una consciencia muy impresionante sobre la escritura y además es un gran lector. Ese libro de cuentos tiene un montón de experimentos formales. Si a alguien le interesa el experimento formal y las posibilidades plásticas de un cuento, ese es un gran libro para verlo.
Laura Garzón, Pan piedra; e Isabel Zapata, Una ballena es un país, también son escritoras que recomiendo.