«Lo que más me impresionó cuando llegué a ese lugar fue sentir que un espacio podría ser también un personaje»:
Isabel Botero
¡Conoce cómo hacer parte de Número Cero!
«Lo que más me impresionó cuando llegué a ese lugar fue sentir que un espacio podría ser también un personaje»:
Isabel Botero
Con Edificio Wolf (2023, Seix Barral), la escritora Isabel Botero vuelve con una historia que viaja a la juventud para mostrar el desarraigo y la oscuridad que puede traer la emancipación. Desde un socavón oscuro, con tufo a cigarrillo y adonde solo llegan los ladridos de un perro y los rumores de la calle, una joven descubrirá, poco a poco, una presencia que la circunda. La autora, además, sigue explorando en esta novela los devenires de la migración. En entrevista con NÚMERO CERO, la también creadora del libro de cuentos Vine a buscar el desierto (2019, Seix Barral) habla de sus búsquedas literarias, su proceso creativo y las escritoras que la acompañaron en la creación de su más reciente publicación.
Antes de la llegada de este último proyecto, Edificio Wolf, usted se dio a conocer para el mundo literario con un libro de cuentos publicado también por Planeta. ¿Cómo surgió ese primer libro?
Yo empecé soñando con el cine, mi primera obsesión fue esa. Me acerqué desde la escritura, desde el guion. Incluso me fui a Barcelona a estudiar una maestría en cine, y cuando volví a la ciudad llegué a dar clases de guion en la Universidad de Medellín, todavía sigo allí. Pero con la literatura no tenía tanta claridad: siempre me gustó leer y escribir desde muy jovencita; sin embargo, jamás tuve la certeza de decir: «Quiero ser escritora». No contemplaba esa posibilidad dentro de mí. La escritura siempre fue un ejercicio de desahogo: escribía diarios, cuadernos, libretas. Yo tenía la sensación de que los escritores eran unas personas que nacían de un cascarón diferente. Además, no había referentes mujeres, no leía a las mujeres. Siempre fueron unos señores que me quedaban muy lejos.
En 2016 todo eso cambió: se me despertó la necesidad y me inscribí en la Maestría de Escritura Creativa de Eafit. Presenté un proyecto para la postulación, un libro epistolar, unas cartas que tenían que ver con ese viaje largo que hice, las cartas que nunca mandé. Pero me aburrí muy rápido de eso, me di cuenta de que ese formato me limitaba. Entonces pasé rápidamente de ese proyecto a un libro de cuentos. Volví a muchas de esas anotaciones de las libretas y los cuadernos, anécdotas que tenía guardadas, y que se convirtieron en los relatos de ese primer libro.
Ese ejercicio fue mi proyecto de grado, luego gané con ese mismo texto uno de los estímulos a la creación de la Alcaldía de Medellín. Y por esa misma fecha conocí de manera muy casual a Juan David Correa, el ahora ministro de Cultura, que trabajaba como editor de Planeta, y fue él quien decidió publicarme.
De esa primera experiencia literaria ya han pasado cuatro años. ¿Cómo fue la experiencia de transitar de un libro de cuentos a afrontar un proyecto de largo aliento con la novela?
No es normal que un editor te publique un libro de cuentos, pero Juan David lo hizo y luego me retó a escribir una novela. Entonces comencé a buscar una historia que me obsesionara por mucho tiempo, porque sentía que la novela era un proyecto que se demora. Y ahí encontré esa historia del Edificio Wolf: partió también de esas anotaciones en los cuadernos. En el 99 yo me fui de la casa de mis padres y llegué al sótano de ese edificio. En esa época me había comprado un cuaderno nuevo para anotar lo que vivía.
La primera entrada la feché el 30 de enero del 2000, ese día empecé a escribir esta historia, por supuesto, sin la más mínima ambición de que se fuera a convertir en algo. Y esa primera entrada en el cuaderno es muy parecida a lo que después se convirtió en el primer párrafo de la novela: lo que hice fue describir el espacio, el sótano. Lo que más me impresionó cuando llegué a ese lugar fue sentir que un espacio podría ser también un personaje, entonces, pensé en ese lugar casi como si fuera un ente vivo.
Ya entiendo como lector por qué se percibe la relación profunda de ese lugar con la protagonista. Parece que la soledad y la penumbra se enquistan en ella…
Sí, pero yo diría que es una relación de ida y vuelta. Ella ya traía esa oscuridad, ella también oscurece ese lugar. Aunque no me guste mucho esa expresión, el sótano es una metáfora de cómo se siente ella. Es perfecto: la oscuridad, la densidad, el lugar refleja exactamente su estado.
Recuerdo, en ese primer capítulo, que se hace un paralelismo entre la oscuridad y la luminosidad. Brenda, que acompaña a la protagonista, escoge el sitio por la luz, y ella por todo lo contrario…
Ve, yo volví al edificio en plena pandemia. En una de esas caminadas largas que hacíamos, pasé por casualidad por ahí, le pregunté al portero por el sótano y me dijo que justo lo habían acabado de desocupar. Le pedí permiso para verlo, y cuando entré se me erizó hasta el espinazo, una sensación muy rara que hizo que me cuestionara: «¿Yo cómo pude vivir aquí?». Por supuesto, ya ese espacio no era mío, no pertenecía a él. Esta amiga, la que me llevó por ese tema de la luz, me contó que hace poco soñó que vivía en un penthouse, y me pareció bello ese sueño porque yo creo que ahora a mí también me gustaría vivir en un lugar alto y luminoso.
(Viene del impreso)
Pero, precisamente, como marca, esas sensaciones que usted tuvo, y que también tiene la protagonista, son muy propias de la adolescencia y de cómo cambia nuestra perspectiva a medida que crecemos…
Claro. Eso que decís, ese cambio de perspectiva tuvo mucho que ver con la decisión al momento de escoger la voz con la que iba a hablar esta chica. Yo tuve la tentación por mucho tiempo de contar la historia desde mi adultez. Desde mi hoy, y hablar, desde esa perspectiva, de una mujer joven. Pero luego pensé que era un desperdicio porque lo que hace el tiempo es arrojar luz para entender, para sacar conclusiones; eso me parecía muy tentador. Yo no quería que esta chica entendiera nada, ella está metida en un túnel y no sabe muy bien lo que está pasando, no entiende. Y me pareció que la mejor decisión era dejarla así, a ciegas.
Ahora bien, el relato no solo cuenta la historia de desarraigo de esta joven en esa nueva morada, sino que hay otras dos historias que se entrelazan con ella. ¿Cómo encontró esa estructura que sostiene a la novela?
La novela me exigió meterme en un embrollo: contar desde tres tramas diferentes. Una de las preguntas que me hacía en el proceso de creación era, precisamente, cómo enredar todo eso. A diferencia del libro de cuentos donde abres y cierras universos, aquí en la novela es una trenza que se va complicando. Eso me obligó a pensar mucho en la estructura, cómo ir tejiendo esos distintos capítulos. Y creo que se logra. Hay algo que me gusta: sé que al principio algún lector se puede perder, y eso está bien porque el reto era cómo lograr que el lector siga a pesar de que no entienda del todo, porque en algún momento sí vas a entender. Es interesante eso de no explicarlo todo. Es como decirle: «Dale, enredate, que luego yo te desenredo».
En el tejido de esas tramas hay varias nociones que, como lector, ayudan a ir uniendo los puntos. Por supuesto, el edificio, pero también están los ladridos del perro, el olor a cigarrillo. ¿De dónde vienen todos esos elementos?
Hay cosas a las cuales tenés que echarles cabeza, pero hay otras que surgen de otro lugar, y exigen que estemos atentos para cazarlas. Es una pequeña obsesión que tiene el escritor. Uno empieza a relacionar todo lo que le pasa con la novela que está escribiendo: las conversaciones, los sueños, los lugares. Cuando tienes una historia tan presente en la cabeza, relacionás todo con esa historia. He descubierto, ya de grande, que tengo una condición rara: misofonía, creo que se llama. Es una sensibilidad especial a los sonidos, el perro, la moto, la telenovela, el panal de abejas. Yo en estos momentos que estoy hablando contigo no logro abstraerme de la conversación de las chicas de aquella mesa, por ejemplo. Y juego con eso porque todos esos sonidos son importantes para crear la atmósfera, me gustaría creer que de ahí vienen esos elementos.
Hablando de las otras tramas que se cuentan en la novela, hay que mencionar a la familia Wolf, esa gente que llega a Colombia empujada por la guerra. ¿De dónde nace esa otra historia?
Cuando yo vivía en ese edificio siempre me produjo curiosidad el nombre. Yo supe que antes, en ese sótano, había una carnicería de unos alemanes: Carnes La Llanera. Pero en esa época no investigué, tenía otras cuestiones en la cabeza. Ahora, cuando tomé la decisión de escribir la novela, contacté a las Wolf, que son las nietas de esa familia que llegó a Colombia, las hermanas de Ramón, el fantasma. Estuve en la casa de ellas, nos tomamos una botella vino entre las tres, me contaron cosas, yo tomé muchas notas, y me fui. Me quedó siempre la duda de si debía volver a contactarlas, volver a llamarlas, conocerlas más. Pero en algún momento del proyecto resolví dejarlo hasta ahí. Por supuesto, usé algunas anotaciones, deseché muchas otras y decidí inventarme esa historia de cero. Bueno, de cero entre comillas, porque ahí está la guerra, investigué un montón para eso, aunque la guerra es solo un eco. Entonces sí, hay unos detalles de lo que ellas me contaron, pero la mayoría es un invento. En esa trama también está la obsesión por la migración. Si te fijas, todos en esa familia reaccionan diferente: para Peter es más difícil, para Ernestine la patria es su familia. Para Pedro, el hijo, él sí quiere asumir este nuevo comienzo.
Nos falta hablar de la tercera trama: Ramón, el fantasma. Es él, quizá, la voz que sirve de hilo conductor entre las otras dos historias…
En el tiempo que pasé en el edificio, conocí rumores de la presencia de un ser. Y esta chica, en la novela, sabe de esos rumores, sabe que hay un fantasma ahí, aunque él no se le manifiesta sino hasta el final. Ese fantasma sirve un poco de bisagra entre esos dos tiempos. Y me parecía chévere poder construir un fantasma diferente: normalmente las historias de fantasmas dan miedo; en cambio, este fantasma no solo no da miedo, sino que todos lo ignoran.
Es un fantasma chismoso, es él quien se siente incómodo con la presencia de la chica y no al revés. Eso me parecía interesante. Al comienzo lo usé como un narrador de lo que hace la chica. Una voz que me servía para narrarla a ella y salir del yo. Pero luego sentí que ese fantasma no podía ser solamente eso, que todo lo que ve, lo que narra, de alguna manera, lo debería afectar a él también. Al final, Ramón descubre que tiene asuntos pendientes. Y encontré la solución, la forma de resolver esos asuntos, uniéndolo a ella a través del mural que la protagonista pinta en ese sótano. Ese es el elemento que le permite huir por fin. En la realidad, yo pinté ese mural. Cuando volví al edificio, en ese paseo que te conté al principio, descubrí que ya no estaba. Yo quise recrear con esa pintura la obra de Wifredo Lam, un surrealista cubano de la década de los 30, La jungla, se llamaba. Era una especie de cañaveral con unas figuras súper raras. Como dato curioso, luego me enteré de que este hombre había estado en la Cruz Roja, en la selva, en el Tapón del Darién. El que lea la novela entenderá la referencia. Y fue esa coincidencia la que me dio la puerta de salida para Ramón.
Por último, me gustaría que nos hablara de aquellas referencias literarias que le ayudaron a construir esta novela. La hemos escuchado referenciar muchas escritoras del Este de Europa...
Sí. El primer libro que leí durante el proceso de escritura fue Los errantes, de Olga Tokarczuk. Llegué a ella porque le habían acabado de dar el Premio Nobel y me causó curiosidad. Me encantó porque me pareció un libro fragmentado, extraño, escrito con libertad. Entendí, con esa lectura, que uno escribiendo puede hacer lo que se le dé la gana. Luego, por Olga, llegué a Herta Müller, Premio Nobel también. De ella me leí El hombre es un gran faisán y Todo lo que tengo lo llevo conmigo. Después, recordé que un amigo, hace muchos años, me recomendó a una escritora húngara, Agota Kristof, que es uno de los descubrimientos más potentes que he hecho en los últimos años. Tiene un libro que se llama La analfabeta, que cruza la línea entre la ficción y la autobiografía. De ahí salté a Clarice Lispector, y ella me acabó de volar la cabeza. Clarice deja de lado la necesidad de contar, y se obsesiona por jugar con el lenguaje, así no la lleve a ninguna parte. Todas esas lecturas me pusieron a reflexionar sobre cómo iba yo a usar el lenguaje; porque, claro, uno siempre piensa en la narración, a dónde va la historia. Creo que en la novela intenté jugar más con el lenguaje en comparación con el libro de cuentos, que se centra más en lo que pasa.
Después, analizando qué tenían en común todas estas mujeres, descubrí una sencillez, eso de decir mucho con poco. Yo a veces me siento muy avara, pero no me molesta. No me permito párrafos largos, explicaciones largas, intento economizar. Y, claro, la estructura del guion, de donde yo vengo, influencia mucho ese estilo. Ese efecto que generaron estas mujeres en mí no me permite salir de ellas.