«Creo en una manera de contar: sin encriptarse, sin descrestar a nadie, sin acudir a fórmulas»:
Juan Diego Mejía
¡Conoce cómo hacer parte de Número Cero!
«Creo en una manera de contar: sin encriptarse, sin descrestar a nadie, sin acudir a fórmulas»:
Juan Diego Mejía
Me encuentro con Juan Diego Mejía en un centro comercial al sur de la ciudad. Llega con su eterno maletín café terciado al hombro, camisa de botones metida dentro del bluyín. Pedimos dos cafés que no me deja pagar, y nos sentamos en una mesa metálica, redonda, estrecha. Al fondo suena una emisora de reguetón que nos va a acompañar por la próxima hora y media. Saco el celular para grabar la conversación y dos de sus libros que encontré en la mañana en mi biblioteca: Camila, todoslosfuegos y El cine era mejor que la vida. Camila ya lo tenía firmado porque lo compré en la Fiesta del Libro y la Cultura del año pasado, cuando varios amigos lectores y escritores celebraron la reedición de su obra con la editorial Tusquets, que creó la Biblioteca Juan Diego Mejía dentro de la colección Andanzas. El cine, en cambio, lo había comprado antes de conocerlo.
¿Me firmás el libro, Juan?
Este libro ha tenido mucha suerte. Ha ido sobreviviendo a través del tiempo. Salió en 1997.
¿Con este fue que ganaste el Premio Nacional de Novela de Colcultura, cierto? ¿Vos cuántos premios ganaste?
Sí, dos de Colcultura, uno de cuento y este de novela. Lo que pasa es que el de cuento lo patrocinaba Colcultura, pero no se puede decir que fuera el único premio nacional. Había otros, pero este era el más apetecido. Ese premio no se volvió a hacer, ellos siempre se apoyaban en algún concurso que ya existiera, creo que en ese tiempo era con la Gobernación del Quindío, y Colcultura lo cogió como propio. Me acuerdo de que, en ese mismo año que yo gané, Milcíades Arévalo quedó de segundo; Andrés Elías Flórez, uno de Córdoba, quedó de tercero; José Luis Garcés, de cuarto. Y lo que yo veía era que en esos concursos daban la misma plata siempre: ochenta, noventa, nunca llegaban a cien mil pesos. Era un platal. Y siempre ganaban los mismos: Evelio Rosero ganó, yo gané varios. Milcíades nunca ganó. ¿Vos conocés a Milcíades?
Nunca lo he leído…
Él debe tener 80 u 81 años, y vive muy frustrado porque no se siente reconocido. No tiene editorial. Él hace antologías, tiene una revista que se llama Puesto de Combate. Ha publicado ahí las primeras obras de mucha gente. Él descubrió a Raúl Gómez Jattin, por ejemplo. Le habían dicho que en Cereté había un poeta muy importante que estaba loco. Entonces, Milcíades cogió para allá a preguntar por el poeta. Le dijeron: «Sí, el poeta, camine por esa calle, hasta la última casa». Y allá llegó, estaba entreabierta la puerta. Era una casa vacía, y desde la última pieza salía un olor fétido. Y, cuenta Milcíades, que le grita un vozarrón: «¡Milcíades Arévalo, te estaba esperando, sigue!» Ya a Jattin le habían dicho que lo estaban buscando. Entra Milcíades y siente esa fetidez. Raúl Gómez estaba acostado en una hamaca; en una esquina, había un montón de papeles, manuscritos; en otra, mierda humana. El tipo estaba muy loco. Luego de eso se hicieron muy buenos amigos. Leyó los papeles y le dijo que lo iba a publicar. A los días, cuando Milcíades se iba a ir, Raúl Gómez se le apareció en la estación del bus y le dijo: «Yo me voy con usted para Bogotá». Y ahí empezó la vida pública de Jattin.
Entonces, Milcíades vive muy verraco porque él ha ayudado a mucha gente y a él nadie lo ayuda, dice él. Ahí sigue con la revista y cada vez que saca un número me la hace llegar. Él vive diciendo: «Es que nadie me ayuda, uno con 81 años, 60 números publicados», casi todos con plata de él. Y en general el mundo editorial es así. La gente vive frustrada. Hay muy poquitos que logran una plenitud, una tranquilidad al pensar: «Escribí lo que iba a escribir, si me publicaron bien, si me aplaudieron bien». Pero vos te encontrás con gente de mi generación y lo normal es una frustración. Una tristeza con el oficio que contrasta con el entusiasmo de los que están publicando ahora.
¿Y no será, Juan, una mala lectura de lo que es en realidad el oficio?
Totalmente. Y además, es que eran mundos muy distintos. Yo tuve la fortuna de no tener que vivir de la literatura. Siempre tuve otros empleos relacionados con la literatura, porque todo lo que yo hice en la vida, aparte de los primeros años que trabajé en matemáticas, tuvo que ver con eso. Pero, ayer, por ejemplo, publicaron un libro de Elkin Restrepo, el poeta, en Tragaluz, y él es otro que vive triste porque nadie lo publica. Darío Ruiz Gómez, un gran cuentista, tampoco lo publican. Y vos ves los nacidos entre el 50 y el 60, incluso después del 60, y hay una gran frustración. La burbuja en la que vivíamos de «vos sos bueno, vos servís para esto», se la creyó mucha gente y se quedaron ahí. No miraron el mundo, no salieron a buscar cómo era el mundo en realidad y la literatura que hacían, qué lugar ocupaba en ese mundo. Ser realistas.
(Viene del impreso)
¿Vos te sentís satisfecho?
Mucho. A veces me digo que he sido demasiado de buenas en la vida, hermano. En la literatura, no he tenido que estar mendigando una publicación. He publicado diez libros. Creo que este que estoy haciendo ahora es el número diez. Y uno me lleva al otro. Digamos que yo no esté en el top de los lectores comunes y corrientes a los que les preguntan por un escritor colombiano. Esos siempre te van a responder: Héctor Abad, Santiago Gamboa, Juan Gabriel Vásquez. Pero no piensan ni en Tomás de primer tiro, por ejemplo. Tiene que ser un lector más avezado, que sepa realmente qué es la literatura. Ahí sí te dicen: «Tomás González».
¿Cuántos años tiene Tomás, Juan?
Tomás es del 50, es dos o tres años mayor que yo. Pero él siempre ha sido un señor: serio, metido en sus cosas. No se preocupa por nada de lo que pasa en el mundo. Es exagerado: solamente piensa en lo que tiene por dentro y eso es una belleza… Si algún día se deciden, deben buscarlo. Es difícil llegarle porque no le gusta nada que tenga que ver con prensa, pero se puede trabajar una entrevista y que él esté de acuerdo. Cuando lo quieran hacer, me dicen, y les puedo ayudar con algo. A mí me da pena llamarlo porque no volví hablar con él, le respeto mucho la soledad. Pero a través de los editores lo podemos conseguir.
¿Quién es el mejor de tu generación?
Tomás, sin duda. Pero lejos pues. Es que uno se acerca a Tomás y se encuentra con unas joyas que te hacen estremecer el alma.
Hay otros escritores que se alejan de esas joyas literarias de Tomás, pero que cumplen, a mi parecer, una importante labor porque son la puerta de entrada de muchos pelados a la literatura.
Yo tengo mis dudas con eso, creo que sí debe ser bueno. Porque a los ocho años vos no leíste En busca del tiempo perdido, pero ahora sos capaz de leerlo. Creo que uno entra a las letras por puertas que pueden ser falsas, pero que lo llevan a uno a un hábito. Después, uno se defiende. Yo leía muchas bobadas: las novelas de vaqueros que dejaba mi papá, de Marcial Lafuente Estefanía. En cada silla que mi papá se sentaba tenía una novela de esas. Y yo me ponía a leer y me encarretaba con eso, me encantan los vaqueros. Yo siempre quise ser vaquero.
Con esto que decís, recuerdo a Alejandro Dolina, que decía que él también había perdido mucho tiempo leyendo libros policiacos. Que con uno que hubiese leído, ya los había leído todos…
Exactamente. Yo también pienso lo mismo.
Y pensando en Alejandro, recuerdo un libro bellísimo que se llama Crónicas del Ángel Gris, que cuenta la historia del barrio de Flores. La historia de su barrio y sus amigos. Y me recuerda mucho a tus libros donde contaste esas historias de adolescencia…
Ese tipo de libros de iniciación me encantan. Esas historias de adolescencia, cuando los seres humanos están descubriendo el mundo. Es acudir otra vez al asombro. Cuando uno es adulto se vuelve demasiado predecible, muy acartonado. Cuando uno logra un personaje que está descubriendo el mundo, cuando lo logra de verdad, es porque uno mismo llega a ese lugar de la memoria en el que uno era así. Y eso me parece fascinante. No me canso de leer esas historias.
¿Pensás que para escribir ese tipo de libros hay que dejar transcurrir el tiempo, escribir con la madurez necesaria para reflexionar sobre el asunto? ¿Cuántos años tenías vos cuando escribiste El cine era mejor que la vida?
Yo ya estaba viejo. Tenía 40 años.
Pero hasta ahí vos ya tenías dos libros de cuentos, me parece, y un libro del que te querés olvidar. ¿Cómo es que se llama ese libro, Juan?
A cierto lado de la sangre. Qué pesadilla ese libro.
¿Y qué pasó con ese libro? ¿Por qué no te gusta?
Mirá, realmente lo escribí en el 85. Yo estuve en la política de izquierdas, en una montaña, lejos de la ciudad, hasta el 80 o el 81, no me acuerdo bien, tengo ese hueco. Y llegué muy marcado por esos cinco años que estuve en esa zona de campesinos. Yo estaba entregado, estaba jugado, yo quería hacer la revolución y había jurado que debería volver en veinte años porque era el tiempo que estimábamos que se necesitaba para eso. Veinte años. Me fui en el 76, y tenía que volver, más o menos, cuando salió este libro (El cine era mejor que la vida, 1997).
La misión era: váyase para esa zona, hágase amigo de todo el mundo, conviértase en un líder, no va a disparar un tiro, usted no tiene armas. Hágase querer de la gente, viva como ellos, vuélvase como ellos porque cuando volvamos a la ciudad, necesitamos tenerlos a todos, que esa gente venga a la ciudad. Ese era el sueño de Mao. Esa era la teoría de la revolución de Mao: de la ciudad al campo y del campo a la ciudad. Los obreros y los estudiantes iban al campo a adoctrinar a los campesinos que tienen una mentalidad individualista, semifeudal, atrasada, y darles una ilusión de que la sociedad entera cambia si ellos cambian.
En los años 70, todavía era un país agrícola eminentemente. Y ellos eran la fuerza principal, entonces con ellos tenía que volver a la ciudad. Pero yo, a los cinco años me quité, deserté. Porque vi demasiadas incoherencias en esa historia. Yo me entregué por completo, mi esposa y yo vivíamos literalmente con nada, con lo que nos daban los campesinos. Yo iba a hacer una reunión a una vereda, tenía una bicicleta y volvía cargado de papayas y de bananos, eso era lo que me daban y con eso vivíamos. Después daba clases en una escuelita y me pagaban 20 pesos cada vez que los papás podían, casi nunca me pagaban.
Después fui soldador, y en el taller donde trabajaba yo vi que los obreros jugaban muy bien al fútbol y formé un equipo. Fuimos a hacer giras por todo Magdalena y La Guajira. Y fue un éxito. Yo decía que sabía de fútbol, y los dirigía: vos te parás aquí, vos acá. Entonces me metí muy fuerte en esa zona. Allá nació mi hija. Bueno, nació aquí, pero en el tiempo que estuve allá.
Y cuando tomé la decisión de regresarme, fue porque los dirigentes no estaban a la altura de lo que estábamos haciendo los demás. Cuando salíamos a las ciudades, a Santa Marta o Barranquilla a buscar ayuda económica, encontrábamos que la plata que tenían los de la organización se la gastaban en fiestas, en rumbas. Estaban alcoholizados. A mí, eso me fue dando una gran decepción. Y mi esposa, que no era militante ni nada, me decía: «¿Qué estamos haciendo acá?». Pero yo me demoré cinco años para procesar eso. Y al quinto año, dije: «Chao».
Cuando llego a la ciudad, llego totalmente desarraigado. Ya no tenía amigos. Mis compañeros de la universidad estaban en Alemania o en Inglaterra haciendo doctorados, y yo ni siquiera tenía una profesión. Estaba totalmente solo. El único que me dio la mano fue Manuel Mejía, que me dijo: «Véngase para acá, a este taller, y ahí vamos escribiendo». Yo tenía todavía ese dolor, esa tristeza de haber fracasado en la revolución.
Mis papás, obviamente, me recibieron. Yo viví en la pieza de mi infancia con mi esposa y mi hija mientras terminaba la carrera. Ahí viví un año. Validé materias, hice un récord de materias en matemáticas. Escribí el primer libro, y mandé ese proyecto de novela a un concurso que hacían en Cali, que patrocinaba Planeta. Era como lo que se hace acá en las convocatorias: mandé una muestra de un capítulo, y al que ganara le daban 50 mil pesos mensuales durante un año para que escribiera el libro, y cuando terminara, Planeta se lo publicaba. Pero, entonces, quedamos empatados Julio Olaciregui, que vivía en París, y yo. Y los jurados dijeron: «No, démoselo a Julio que vive en París y necesita la plata». Pero Planeta dijo: «No, pero yo quiero publicar este también» Y eso a mí me enloqueció. Dije: «¿Cómo, me van a publicar?». Yo no tenía qué publicar.
Yo no tenía una novela todavía, tenía unos capítulos llevados por la confusión de toda esa tristeza, de todo ese sueño revolucionario. Porque yo no sabía qué era: si era un traidor, si era un revolucionario. No sabía qué era. Entonces, ahí no hay mucha claridad. Y el que habla en esa novela es un muchacho absolutamente triste, derrotado, fracasado, recordando una historia de una manera que no es literaria. Es más desde el corazón, desde el sentimiento que desde la técnica. Yo no tenía conocimiento de nada.
Entonces escribí eso y salió como una novela del siglo XIX, creo yo, o de principios del siglo XX. Y, entonces, en la editorial, cuando yo la mandé, cometieron el error o la injusticia de publicarla sin llamarme a hacer un trabajo de edición. «A esto le faltan seis meses de trabajo», eso es lo que uno aspira escuchar de un editor. No que le diga: «Vos escribís muy bien, yo te voy a publicar todo». Ese editor no sirve si te dice eso. Y la señora, Mireya Fonseca, una editora muy prestigiosa aquí en Colombia, celebró mucho que yo estuviera en la editorial y lo publicó. Pues yo muy contento al principio, pero cuando fui tomando conciencia de cómo se escribe, dije: «¿Esto qué es? ¿Yo cómo publiqué esto?»
Hay gente que me dice que yo me doy muy duro con ese libro, pero es que uno tiene que ser coherente: yo creo en una forma de escribir, creo en una manera de contar: sin encriptarse, sin descrestar a nadie, sin acudir a fórmulas que ya fueron usadas durante décadas. Tiene que haber una voz propia y ahí no está la voz todavía. Yo no sé cuántos ejemplares sacaron, pero debieron de haber picado los que no se vendieron. Y lo que hicieron fue que los vendieron como saldos. Y así me encontré en Berlín, en una librería vieja, de libros en varios idiomas, una obra de esas. En toda librería vieja a donde llego, ahí está esa novela. Y eso es tristísimo, pues.
Eso lo hace a uno pensar: «Bueno, ese soy yo también», pero te cuestiona: no es publicar por publicar. Es muy importante tener un punto de referencia, un punto de partida, publicar tu primer libro para poder decir: «Empecé en mil novecientos tanto, empecé en 2024». Y no tenerlo todo en el escritorio, sino publicarlo, pero con un criterio.
Hablando de ese criterio, creo que, desde hace mucho tiempo, y no descubro nada, hay una voz reconocible de Juan Diego Mejía. Me gusta pensar que vos escribís como hablás, con la misma generosidad con la que te acercás a todos nosotros: con la palabra justa, con el tono justo, nunca demasiado bajo, nunca demasiado alto, pero firme cuando lo tenés que ser. No te conozco mucho, pero creo que también tiene que ver con tu periplo vital: que vos escribís como vivís.
Pues mirá, tiene mucho que ver con lo que estás diciendo. Después de esa novela de la que hablamos, que te dije que quiero desaparecer, y ya te dije por qué, llegó El cine era mejor que la vida. Y coincidió con una cosa, y es que, a pesar de que esa novela de Planeta la empecé a escribir en el 85, salió publicada en el 91. Y en el 91, yo me estaba convirtiendo en una persona que no quería ser. Porque en la búsqueda de una forma de vivir, empecé a tener mucho éxito. Yo trabajaba en televisión como productor. En los 80 había trabajado como guionista, documentalista en Iris Producciones. Luego en el 90 se fundó Videobase, y yo fui el director de esa empresa, gerente durante mucho tiempo. Yo estuve desde el principio: a mí me tocó comprar los equipos en Estados Unidos, reclutar la gente, darle un estilo. Y tuvimos mucho éxito. Y perdí el rumbo de lo que estaba buscando en la literatura. Y eso coincide con que mi vida personal empieza a desbaratarse.
Hablé con mis hijos y con mi mujer y les dije: yo tengo que arreglar mi vida primero, me voy un tiempo. Y me separé. Entonces me encerré en un apartamento a escribir, como un monje. Yo salía de la oficina a las cinco de la tarde y me iba para el apartamento a escribir. Todos los días, todos los días. Y a pensar. Y en ese tiempo, salió este libro (El cine). Era una manera como de encontrarme a mí, ¿cierto? Pero era para salvar mi vida personal, no para salvar mi literatura ni nada, sino mi vida personal. ¿Cómo se me acaba el matrimonio? ¿Cómo se me van mis hijos? ¿Qué está pasando? Sí, me está yendo muy bien económicamente y todo, pero eso qué. Entonces, ese estrellón que tuve en la vida me dio vía libre para pensar, abrirme el corazón y sacarme las entrañas. Y eso, en realidad, me ayudó no solo para recuperar mi vida, sino para encontrar una manera de enfrentarme a mí mismo en la literatura.
Creo que de ahí empezó a salir esta reflexión, que es la historia de un niño y su papá, con un testigo silencioso que es la mamá. Pero en realidad, es la historia de un papá alcohólico y un niño soñador. Ese fue el descubrimiento que tuve, la epifanía, de que me iba a convertir en mi papá o que el niño que yo pintaba se iba a convertir en Mejía. Es lo mismo, porque esta es una novela muy autobiográfica, con algunas variaciones, pero en su esencia, ese soy yo.
Me sirvió mucho estar al borde, a las puertas del infierno, y saber que en la vida hay que ser honesto con uno. Y lo mismo ocurre en la literatura. Lo que descubrí es que la vida y la literatura se parecen mucho. Y me gustó mucho lo que dijiste, es que vos escribís como vivís. Ojalá fuera verdad. Eso es lo que yo quisiera. Porque yo todo el tiempo lucho. Mirá, yo fracasé en la revolución, yo quería dirigir millones de personas, llevarlos a la justicia, llevarlos a la equidad, llevarlos a la paz, pero no lo pude hacer. Ahora tengo, digamos, influencia en 20 personas: en mis dos hijos, en mis dos nietas, en mi mujer, en algún entorno cercano. Con ese entorno, yo quiero hacer lo que quería ser en la revolución: justo llevarlos a la felicidad. Pero en un tono menor, ya no es en el tono de proclama, sino en el tono de reflexión.
Yo siempre te conocí con ese tono, esa es mi referencia. Nunca supe que eras diferente. No tuve la oportunidad de comparar. No sé si hubiera sido una buena comparación. Me gusta este tono.
¿Sabés qué? Una vez, un muchacho hizo una tesis en Bogotá, y me entrevistó mucho, y yo no sabía muy bien para qué era. Al tiempo, publicó el libro de la tesis: Juan Diego Mejía, hacia una estética débil. Y yo me sentí muy ofendido. Después él me aclaró: «Leete a Gianni Vattimo sobre el pensamiento fuerte y el pensamiento débil». Y el pensamiento fuerte es lo que piensan las grandes masas, las sociedades, los grandes cambios en la sociedad. El pensamiento débil es lo que piensan los seres humanos individuales, en su intimidad, en su vida cotidiana. «Tu estética es débil en ese sentido, porque no se ocupa de los grandes cambios, sino de las voces íntimas». Entonces yo dije, bueno, lo que pasa es que se nombra de una manera muy dura… Pero eso soy.
Yo creo que Mario Mendoza, por ejemplo, quiere hablar del pensamiento fuerte, y Pablo Montoya también. Pablo lo hace mucho mejor. Pablo es muy bueno. Yo no soy capaz, yo escribo sobre estos personajitos, ¿cierto? Entonces, por eso me gusta tanto cuando alguien cuenta historias de iniciación, historias de barras, historias de muchachos, pero sin tratar de lucirse, sin tratar de ser el héroe ni nada, sino la pequeña historia que ocurre. Esas son las historias que a mí me gustan, en las que aparentemente no pasa nada.
Tu literatura habla de la niñez, de la adolescencia, de tus años de revolución. Y no sé si tenés, ahora, cuando ha pasado el tiempo, otros intereses. Yo veo que muchos escritores, a medida que van creciendo, cambian el enfoque sobre lo que quieren hablar. ¿Vamos a leer un libro de tus 50, vamos a leer un libro de tu vejez?
Sí. Eso es lo que vamos a leer ahora. Espero que este año, lo acabo de terminar. Realmente, era la historia de un soldado amputado que había perdido la pierna en Urabá en una mina puesta por las Farc. Pero eso se fue transformando en otra cosa: el papá del soldado, que es un hombre muy mayor, es mecánico en un taller, y lo ve tan triste que quiere ayudarlo de alguna manera. Pero él no había sido sino mecánico, no había hecho nada más. Entonces, llega a la pista de trote del barrio El Dorado en Envigado, y se pone a correr ahí. Y se contacta con algunos veteranos que corren allí a unas velocidades de miedo. Y ellos se llaman a sí mismos el Club de los Pájaros Dormidos, hacen alusión a que ya son impotentes, pero mamando gallo, pues. Lo acogen a él y se cuenta la historia de los viejos, y cómo quiere ayudarle a este muchacho.
Es una reflexión sobre la vejez. Pero es una reflexión sobre la guerra también, sobre los falsos positivos, sobre todo lo que vivió este muchacho en Urabá, como lo obligaban a matar gente que no tenía por qué matar, a civiles. Es una novela política, pero yo creo que tiene más que ver es con el miedo a la vejez, el miedo y la aceptación de la vejez, que es algo que a mí me interesa mucho ahora.
Leí a un ensayista, un filósofo llamado Robert Redeker, un francés. Hizo un ensayo que se llama Bienaventurada vejez. Y es algo hermoso. Dice cómo, después de la guerra, la Segunda Guerra Mundial, el mundo tuvo miedo de envejecer. Y por eso han tenido tanto éxito no solo las cremas para la piel, no solo los gimnasios, sino las cirugías plásticas, la moda. O sea, vos ves viejitos que se visten queriendo engañar a la vida. Nadie quiere ser viejo. Y los niños tampoco quieren ser niños, quieren ser jóvenes. Realmente, lo que hay en el mundo es un «jovenismo» y un terror y un arrinconamiento: los niños quieren ser jóvenes, los viejos quieren ser jóvenes. Entonces, nadie quiere ser niño, nadie quiere ser viejo.
La reflexión es: ¿qué hay en esa vejez? ¿Cómo aceptarla? ¿Cómo vivirla con plenitud? Pero no con la plenitud que dice Comfama, con la sudadera, no. Sino con el pensamiento, cómo ejercer el pensamiento, cómo ejercer la sabiduría, cómo ejercer el orgullo de haber vivido. Y eso me interesa mucho.