«Escribir es un intento de aclarar mi propia confusión interna»:
Luis Miguel Rivas
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«Escribir es un intento de aclarar mi propia confusión interna»:
Luis Miguel Rivas
David Naranjo
david.naranjo@amigo.edu.co
Foto: cortesía Luis Miguel Rivas
Luis Miguel Rivas es tan divertido como su literatura. En esta conversación con NÚMERO CERO, el autor de la reciente colección de relatos Malabarista nervioso (2022, Seix Barral) revela sus motivaciones literarias, los recurrentes en su obra y el proceso de creación de algunos de sus personajes. Un escritor para el que el humor no es un chiste, sino una herramienta para enfrentar al poder.
¿Por qué escribe Luis Miguel Rivas?
No lo he podido dilucidar concretamente. Yo creo que es una pulsión expresiva natural que todo el mundo tiene, pero en ciertas personas es más relevante en su personalidad. Entonces, yo creo que tengo desde chico esa necesidad de decir. Es una sensación: al decir cosas que no tengo claras dentro de mí, las voy aclarando. Escribir es un intento de aclarar mi propia confusión interna.
Usted escribe cuentos, novelas, relatos, poesía, crónicas… prácticamente de todo. ¿Hay algún género, temática o formato que disfrute escribir más que otro?
No. Cada tema trae una manera de expresión. Para mí (la escritura) no es un sufrimiento, pero tampoco un disfrute. Es un trabajo en el que siempre hay un conflicto por elaborar, que está en un nivel superior a los que uno tiene en la vida cotidiana. Se trata de cómo uno sublimar esos conflictos, que tienen muchas dimensiones y matices, algunos, por ejemplo, no se alcanzan a decir con una narración, entonces, la poesía es como una manera intuitiva de tratar de nombrar algo que uno no alcanza a decir. Otros asuntos permiten acercarse a ellos a través de una historia. La narración es una manera de tratar de dilucidar esos asuntos.
Yo solo he escrito una novela, realmente (Era más grande el muerto). Yo me concebí más como escritor de cuentos. Lo que ocurrió con esa novela es que la necesidad de narrar se fue extendiendo, porque el tema era más complejo. Tenía muchos matices, variantes, derivados, y sin pensarlo demasiado fui entrando en la novela. La disfruté mucho, porque venía del trabajo del cuento, que es un género que requiere represión, contención y síntesis. La novela me permitió expandirme, hacer una catarsis más amplia. Lo que pasa es que requiere un trabajo más extenso y pormenorizado en el tiempo.
Pero pensando en términos de placer: las crónicas. Creo que es lo me genera más placer. Escribir sobre temas que me permiten un nivel de liviandad, o sea, que pueda aflorar el humor. Creo que ese es el tipo de crónica que escribo a veces, que es un tanto irresponsable porque no me tengo que atener a una información, sino más a una percepción mía, a una mirada, digamos, susquineada de los temas. Me permite ser yo.
Lo que usted dice se refleja en Yo vi a Sandro en persona (pero muerto)…
Esa crónica la asumí hasta con una especie de dolor, porque fue recién llegado a Argentina. Realmente llevaba una semana acá y coincidió con que murió Sandro, que fue un cantante de toda mi infancia y de mi familia, lo tenía muy incorporado en mí. Fui al entierro más con expectativa y creo que el humor afloró en la mirada en la que todo era nuevo. Primera vez que yo iba a un rito funerario tan masivo, en un país que apenas estaba mirando con todo el deslumbramiento y con el cual no tenía ningún compromiso. Y esa soltura me permitía liviandad.
Se pueden encontrar algunos recurrentes en su literatura: el humor, la muerte, la música y la comunicación. Háblenos de eso.
Humor
Yo creo que el humor proviene de un dolor que uno no puede enfrentar directamente, por un lado. Proviene también de una mirada susquineada a cosas con las que no se puede confrontar directamente, como los grandes poderes. En el caso de Preeminencia del buñuelo, por ejemplo, había una crítica, no muy consciente, a todo el aparataje conceptual y mental de la cultura antioqueña a través de nuestros alimentos. Que si se confronta seriamente va a haber una respuesta mucho más contundente. Y el humor solo se puede contestar con humor y obliga al poder a dar cuenta de la inteligencia que tenga. Es uno de los orígenes de una mirada humorística de cada persona, pero fundamentalmente todo humorista es un tipo asustado, creo yo.
Muerte
Nosotros, en Medellín, en Colombia y en mi época, crecimos con un contacto no simbólico con la muerte. Fue directo: vimos muertos y vimos matar gente. Eso se inocula en lo más profundo de la personalidad de todo el mundo, y cuando yo voy a hablar de cualquier cosa está cruzado ese tema, y no es siquiera una preocupación consciente. No es que yo me siente y diga: «Voy a hablar sobre la muerte», no. Voy a hablar sobre cualquier otro tema y siempre está ella ahí. Como siempre ha estado en nuestra vida. Y si uno la tuvo presente en la infancia, ya quedó marcado por eso.
Inicialmente, la muerte era un poco más literal en lo que yo escribía, como parte de la anécdota que se está contando. Y más literal en el sentido del cuerpo que recibe el impacto o el golpe o el hachazo o la bala, y muere, que podría incluso ubicarse un poco en la dimensión hasta de la denuncia, pero ya por el tiempo y por el distanciamiento geográfico y, además, cronológico de ese tiempo, creo que la he ido elaborando más simbólicamente, hasta el punto que en Malabarista Nervioso (Seix Barral, 2022) hay un poco sobre qué pasa con alguien que ya se murió, qué hay en ese otro universo después de la muerte.
(Viene del impreso)
Siempre va a estar ahí. De hecho, es el tema fundamental de todo escritor, con distintos matices, porque el tema de todo escritor es la vida y el fundamento de la vida es la muerte. Lo que le da sentido a la vida es el hecho de que nos vamos a morir, que esta existencia es finita. Tal vez en los escritores antioqueños de nuestra época es mucho más evidente, como vemos en la obra de Gilmer (Mesa), y ahí hay una intención, además de catarsis, de lo mismo, del intento de explicación de esa tragedia, de esa cosa tan abismal que nos tocó a nosotros y es que morirse es muy fácil. Todos nos vamos a morir, pero para nosotros es tan absolutamente fácil y probable.
Música
La música hace parte de otro gran universo, el de lo popular. Yo recuerdo cuando estaba muy chico en el barrio, en la cuadra en la que jugábamos fútbol con los parceros, y en esa época no existían los videoclips, o estaban apenas empezando, y yo pensaba: «¿Por qué esto que nos está pasando a nosotros no sale en las películas o en un videoclip?». Me imaginaba haciendo un videoclip de lo que éramos nosotros con una canción. En esa época había en televisión un programa que se llamaba Musidramas, que agarraban una canción, generalmente popular, de las que se oyen en la radio, y hacían la puesta en escena de la historia durante media hora, contaban más o menos lo que relataba la canción. Eso me marcó, me impresionó. Y la manera de contar nuestra cultura popular tiene que estar cruzada por los olores, por los colores, por nuestra música, porque nuestra vivencia en los barrios es una vivencia muy musical: uno está en la casa y mientras la mamá plancha está escuchando a Camilo Sesto y a Sandro; y uno salía a la calle y en la esquina y en la cantina sonaban tangos; y uno cogía un bus y sonaban vallenatos. Entonces, la banda sonora de la vida estaba hecha de la música. De esa que está tan interiorizada que uno ni se da cuenta, pero uno vive en ella.
Vos salís de la casa al trabajo y estás cruzado por música. Bueno, ahora cada quien puede escoger la suya y lleva los audífonos. Y creo que la popular, que es la que está en mis textos, que es lo que escucha la gente, que son los tangos, las rancheras, la salsa, en esa época no me tocó el reggaetón —hace poco escribí algo sobre reggaetón—, pero esas canciones también están un poco recreando ese universo que yo, cuando estaba chico en la cuadra, decía: «¿Esto por qué no se cuenta? ¿Por qué no lo vemos en el cine?». Y la música fue una primera instancia en la que sentí que eso se estaba contando. Otra razón es que en la narrativa el ritmo para mí es muy importante. Y las canciones dan ese ritmo. Entonces, por decir en la novela (Era más grande el muerto), que está muy cruzada por la música, a mí me permitía hacer una especie de puesta en abismo de lo que pasaba en la historia con lo que se decía en las canciones, y el ritmo de estas me permitía darle ritmo a la narración.
Comunicación
Me interesa ese tema: la imposibilidad de comunicación humana, el anhelo de poder comunicarse y no lograrlo. Hay un punto en el que uno no logra comunicarse con el otro, como también hay un punto en el que uno tampoco logra el amor, y hay un punto en el que uno no logra la amistad completa. Falta un pelo para realizarlo. Y con estos tiempos tecnológicos se hace cada vez más evidente: en Facebook se tiene amigos que no son amigos, en Twitter se tiene interlocución con gente que no es verdaderamente un interlocutor.
¿Qué aspectos tiene usted en cuenta para la caracterización de sus personajes? Por ejemplo, don Efrem, el narcotraficante que aparece en varios de sus textos.
Creo que uno llega a cada personaje de una manera muy distinta. En el caso de don Efrem, es una manera del humor para enfrentar al poderoso. Ante un poder tan omnipotente y omnipresente, como es el mafioso, y que está incorporado incluso en el inconsciente colectivo con un prurito de poder y de respeto, la única manera de enfrentar ese poder era ridiculizándolo. No era elaborando un argumento para decir lo malo que han sido para nuestra sociedad, sino mostrar esa fragilidad que hay en los poderosos. Ellos, generalmente, son niños. Son psicológicamente infantiles, porque toda su energía y disposición psicológica está aplicada a una cosa que requiere tanta energía que no les exige ningún esfuerzo de maduración interior. Pero tampoco es que uno se siente y lo piense así, eso va surgiendo. Ya después uno reflexiona sobre lo que va haciendo y se dice: «Sí, están esas razones en uno», pero no son razones conscientes.
En el caso de Manuel, el protagonista de Era más grande el muerto, yo busqué mucho esa voz, hice muchos intentos de escribir esa novela con otra voz, pero llegué a la voz de ese chico ingenuo, un personaje que puede decir todas las cosas más crueles y duras del mundo con naturalidad, sin que sea una denuncia, una queja. Y eso hace incluso más terrible lo que se va contando. Creo que a cada personaje al que uno llega lo acompañan unas razones narrativas y psicológicas que van surgiendo de la misma historia. Me interesa también, a propósito de los personajes, las grietas que hay dentro del armazón de cada uno, los vacíos que tienen. Siento que les da una dimensión humana, no para humanizar y justificar, sino para ver que todos somos don Efrem en realidad.
¿Cuáles son los referentes literarios de su obra?
La novela mía es hija de La conjura de los necios (John Kennedy Toole, 1980), de La marquesa de Yolombó (Tomás Carrasquilla, 1928), de Cien años de soledad (Gabriel García Márquez, 1967); de Luis Tejada, de Fernando González. Son lecturas que yo recomendaría mucho. Ahorita estoy leyendo Anna Karenina (León Tolstói, 1878), que la había empezado a leer hace años y la volví a agarrar a esta edad. Y me parece una cosa tan linda, tan dura como la vida, tan rigurosa en los pormenores que tienen las relaciones y la psicología humana, y la compasión con los personajes… por ejemplo, (Antón) Chéjov para mí es fundamental en eso: el aprendizaje de la compasión. Yo creo que es bueno que nosotros leyéramos eso, ahora que somos más conscientes de la urgencia de un espíritu tolerante en nuestras vidas y relaciones. La compasión no como discurso católico, sino como compresión del ser humano y de las flaquezas. Incluso el ser humano más violento, más burdo, más maluco, en el fondo está buscando desesperadamente su felicidad, solo que es torpe. Chéjov es un maestro en eso. Yo siempre recomiendo a un mexicano que se llama Jorge Ibargüengoitia. Él tiene una novela que se titula Los relámpagos de agosto (1964) y un libro de cuentos: La ley de Herodes (1967).
Su literatura está cargada de oralidad. ¿Cómo hace para mantener las expresiones propias del antioqueño después de vivir más de una década en Argentina?
Lo que pasa es que yo vivo en Colombia. Yo vivo acá (Argentina), merco acá, tengo mi hijo acá, pero mentalmente estoy en Colombia, pero tampoco estoy en Colombia porque no vivo allá. Yo estoy como en un estado mental casi ficticio, en una Colombia que está en mi mente. Eso es una ventaja, en el sentido que tengo unos referentes muy fuertes porque viví allá toda la vida, y puedo hablar con cierta distancia.
El caso concreto es la novela. Yo empecé a escribir la novela cuando llevaba como ocho años fuera de Colombia, cuando descubrí que el lenguaje tenía que ser el lenguaje de barrio y de esa época, pensé que tenía que irme para allá, un tiempo para volver, como decía García Márquez, al «olor de la guayaba», pero no tenía plata para irme, casi ni para quedarme. Entonces dije: «Voy a escribir esto con el recuerdo que tengo del lenguaje». Entonces, yo sé que el lenguaje de la novela no es ni el lenguaje que hablan hoy los chicos en el barrio ni tampoco es el lenguaje que se hablaba en esa época. Al principio de la escritura me angustié un poco por ese rigor y después dije: «No, por eso es Villalinda y no es Medellín o Envigado».
Yo a lo que aspiro es a agarrar el símbolo de la cultura, lo que hay debajo de lo que cambia, la esencia. Pueden cambiar los modos de hablar, en estos días un amigo me estaba diciendo que los jóvenes dicen «nítido», y esa expresión no me tocó a mí. Como hay otras que puedo decir hoy y no me van a entender. Debajo de esos cambios de ciertas palabras y lenguajes hay un sustrato que es el de la cultura, que sigue estando. Aunque digan «nítido», están queriendo expresar con una carga afectiva antioqueña algo que antes se decía con una palabra distinta. En Malabarista nervioso hay unos cuentos más neutros en el lenguaje. Pero fundamentalmente yo soy de allá, yo no puedo dejar de serlo, todas mis inquietudes y mi universo son de allá. Y no soy ni siquiera colombiano ni antioqueño ni envigadeño, soy del barrio Mesa. A donde uno vaya carga con eso, quiera o no quiera.