«Escribir para no perder la infancia»: Sebastián Gaviria Quintero
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«Escribir para no perder la infancia»: Sebastián Gaviria Quintero
David Naranjo
david.naranjo@amigo.edu.co
Sebastián Gaviria Quintero llegó a la literatura como llegan los niños al juego: por la necesidad de no aburrirse. Hijo único que inventaba historias con muñequitos para matar el tiempo, este administrador de empresas convertido en escritor encontró en las palabras un «juguete rabioso» que le permite seguir jugando de adulto. En su búsqueda literaria dio un salto poco usual: tras debutar con Pájaros muertos (2023), una colección de cuentos sobre rupturas y pérdidas, acaba de lanzar Un ruido de fondo que nunca se apaga (2025), en el cual cambia la ficción por el ensayo para adentrarse en la paternidad. «Ser papá es un ensayo», confiesa quien encontró en este género la forma más honesta de abordar las preguntas sin respuesta que lo asaltan desde que se convirtió en padre. El escritor medellinense, que lidera un taller de escritura y coconduce el videopodcast Ni cultos ni borrachos, ya trabaja en cuentos sobre vocaciones fracasadas y planea una novela sobre el asesinato de su tía. En esta entrevista reflexiona sobre su paso del cuento al ensayo y esa alquimia que convierte lo cotidiano en literatura que hace sentir.
¿Por qué escribir?
Uno dice: «¿Qué sentido tiene escribir si ya existen, supuestamente, máquinas que escriben o una inteligencia artificial que te hace los textos?», pero creo que escribir, al menos para mí, es como organizar un poco la cabeza o desorganizarla. Es decir, escribir permite ordenar los pensamientos ―o desacomodar aquellos que tenés demasiado acomodados― y darse cuenta de que uno está pensando una pendejada. Uno está pensando algo que no tiene mucho sentido y, cuando lo escribe, lo ve de manera más tangible, más clara. Creo que siempre, en la escritura, hay una forma de conversación con uno mismo: una conversación en la que uno se ordena y se desordena.
Asimismo, es una manera de estar en el mundo. Está muy bien que uno pueda tener una herramienta como el lenguaje ―que además es antigua― y volverla algo concreto que le permita hacerse preguntas. Entonces, yo creo que la escritura siempre va a tener la ventaja de acompañar el pensamiento y de permitirle a uno dialogar con sus propias ideas.
También, porque si uno logra que esa escritura llegue a otras personas, puede generar una conversación, un vínculo, una intimidad. La escritura permite crear intimidad con los otros: cuando a uno lo leen es como si lo escucharan. Es, en cierta forma, tener a alguien que te escucha.
Últimamente, estoy pensando que escribir es como una especie de antena que emite un mensaje en busca de vida, allá, a lo lejos, en el espacio. Y que los lectores son los satélites capaces de interceptarlo. A mí me gusta mucho un libro de Dona Fernández que se titula Voyager (2019, Random House), en el que ella habla de cómo esas sondas espaciales buscan vida en el universo. También está la imagen, ya un poco gastada, de la botellita con el mensaje lanzada al mar: uno la tira allá, a ver quién la encuentra.
Algo más que me parece bacano de escribir es el aspecto lúdico, el vínculo con el juego. Jugar a ser otra persona, al menos en la literatura. La escritura literaria permite precisamente eso: jugar, multiplicarse, enajenarse. Escribir para no perder la infancia.
¿Cómo llegó Sebastián Gaviria a la literatura?
Cuando era niño, mi mamá vivía con un man que tenía una biblioteca gigante, y yo simulaba que leía. O sea, cogía los libros y me imaginaba que los leía, pero en realidad nunca leí nada de esa biblioteca. Igual me parecía bacana esa idea del lector; eso pudo haber sido un primer germen. Pero lo que de verdad me llevó a escribir, antes de escribir, fue imaginar. Como soy hijo único, no tenía a un hermano para pelear o para jugar, y esa soledad hace que vos te inventés cosas para no aburrirte.
Yo tenía unos GI Joe y otros muñequitos a los que les armaba una historia hilada, que al menos en mi cabeza funcionaba. Esa era la forma de matar el tiempo cuando no quería ver televisión o hacer otras cosas. O cuando no podía jugar fútbol, porque para eso se necesita de otras personas. Claro, uno puede patear la pelota solo un rato, pero se aburre. Entonces, la escritura se me terminó volviendo un juguete, como diría Roberto Arlt: un «juguete rabioso», pero ese juguete con el que uno juega de adulto. Por eso creo que escribo: para no aburrirme y para seguir jugando, para extender el juego que tuve en la infancia. Y lo seguí haciendo también para sacarme un poquito las fisuras, los rotos que tenía por dentro.
Pájaros muertos (2023, Libros del Fuego) no es precisamente autobiográfico, pero es un libro de rupturas, lleno de pérdidas: se pierde una amistad, se pierde una pareja, se pierde un hijo. Quería abordar la pérdida y creo que la escritura me permitió eso: imaginar esas pérdidas, vivirlas, narrarlas. No sé cómo pasaron, pero así es como creo que hubieran podido suceder de una manera literaria.
Usted es un administrador de empresas que escribe literatura. ¿Cuándo la retomó?
Yo estudié Administración de Empresas porque, la verdad, no sabía qué hacer. Existe ese mito de que si uno no estudia, se va a morir de hambre, y pues decidí estudiar Administración para no morirme de hambre. Claro, cuando estaba a mitad de carrera me entró la crisis, porque empecé a leer, a leer y a leer. Leí a Fernando González, Óscar Wilde, Fernando Vallejo, que me encanta. Pero me dije: «Pues ya que me voy a cambiar, seamos prácticos: termino esto y después hago una maestría en Humanidades». Eso hice.
(Viene del impreso)
¿Cómo es escribir desde una ciudad como Medellín? ¿Cómo influye en su obra?
Tomás Carrasquilla es uno de mis autores favoritos. Creo que una de las cosas que más me gustan de él es su vínculo con la ciudad, con el territorio, y la manera en la que utiliza el lenguaje del lugar donde se desarrolla la historia. Carrasquilla es uno de los grandes vanguardistas de Colombia, aunque lo presenten como un escritor de costumbres. A mí me parece errado decir que era un costumbrista. Más bien, lo veo como un vanguardista en el sentido de que se atrevió a narrar la ciudad con el lenguaje de la ciudad y a retratarla con todos sus pliegues.
Entonces, a mí me gusta que mis personajes, o mis textos, estén en la ciudad, que sucedan en la ciudad, y tratar de mirar lo que la ciudad nos está contando. Porque esta ciudad se ha narrado mucho desde la violencia, desde el narcotráfico, pero, por ejemplo, a mí me interesó narrar algo que hoy parece circunstancial, pero que viví de cerca porque estudiaba en la Universidad Pontificia Bolivariana: la caída de la avioneta en el colegio.
Yo estaba, de hecho, en la universidad en esa época. Y pensaba: «Esto no lo he visto ni lo he leído en otra parte». Creo que se trata de salirse de esa idea de que nuestra ciudad no es narrable; yo creo que sí lo es, y mucho. Solo que tiene múltiples puntos de vista desde donde aparece como protagonista. A mí no me interesa que la ciudad sea la protagonista —no tengo un personaje que se llame Medellín—, pero sí me gusta que en los textos se filtren una avenida, una calle, un diálogo con el lenguaje de acá. Puede que la narración no esté escrita en el lenguaje coloquial de Medellín o de Antioquia, pero en el diálogo un «vos» puede entrar perfectamente.
Me parece que narrar en Medellín es difícil, porque no es una ciudad que tenga muchas condiciones para la cultura. Hacer cultura en Medellín es complicado: no hay tanta voluntad política ni tampoco una verdadera voluntad institucional desde el mundo empresarial. Cargamos con el lastre de la burocracia institucional que hay en el país, y eso se come los presupuestos departamentales, regionales, municipales, etcétera.
Habló hace un momento de Tomás Carrasquilla, Óscar Wilde y Fernando Vallejo. ¿Cuáles son sus referentes literarios?
Yo tengo una fijación, una fascinación, por quienes han escrito en esta ciudad, porque justamente ha sido tan difícil el ambiente, tan complejo, que me parece admirable cuando los escritores se salen del molde en una ciudad como Medellín —en una región como Antioquia—. Es interesante mirarlos y, aún más, leerlos. Por ejemplo, uno de mis grandes referentes, o uno de los que más me enamoró de la literatura, fue Fernando Vallejo. Con él puede que hoy no comparta muchas cosas en términos de ideas, en lo que dice, pero creo que me mostró que se podía contar con palabras de acá y, además, con poesía. Porque uno lee a Fernando Vallejo y, aunque a veces parezca que no, en sus frases hay muchísima poesía.
Además, algo que me interesa muchísimo en la literatura es el ritmo. No hay nada mejor que un texto rítmico, que vos sentís que fluye. Esa fluidez, que en realidad tiene tanto artificio y construcción por detrás —que si un punto, que si una coma, que si una frase larga o una corta, que las frases no sean todas repetitivas como de taquígrafo—, son cosas que le aprendí a Fernando Vallejo. Leerlo fue una experiencia demoledora, porque además venía acompañado de una postura: la de no venderse a nadie y contar lo que le diera la gana. Esa posición, desde el lugar de enunciación, hace que narre de una manera deliciosa, con un ritmo que vos no querés soltar. Al menos a mí me pasó eso: cuando cogí Los días azules (1985), creo que me senté a leer a las tres y a las nueve ya lo había terminado. Fue algo de ese nivel.
Yo recuerdo que empecé intentando imitar voces. Toda imitación sale mal, pero permite entender que esa no es la voz de uno. También me permitió darme cuenta de que me gusta mucho esa voz, aunque obviamente nunca voy a llegar a tener una voz como la de él.
Y saliéndome de Medellín y de Colombia, hay otros referentes que me gustan mucho. Por ejemplo, en poesía, María Mercedes Carranza tiene algo en lo que yo no soy muy bueno: el humor. Me gustan quienes son capaces de alivianar lo que dicen a través del filtro del humor. María Mercedes Carranza, siendo poesía, no es solemne ni cursi, y además introduce guiños humorísticos en sus versos que a mí me encantan. Ella es de mis poetas preferidas.
Hay una escritora norteamericana de la que siempre hablo, en todas partes, y creo que hasta me vuelvo cansón: Lorrie Moore. Ella es una autora neoyorquina que tiene un libro de cuentos, Autoayuda (Salamandra,1985), que fue el que me mató; después de ese le he leído todo. Ese libro es una parodia y una burla de los manuales de autoayuda, pero en realidad es una mujer diciéndose a sí misma ¿cómo ser otra mujer? ¿Cómo se hace una escritora?. Y todos los textos están en segunda persona y utiliza metáforas y recursos brutales. De verdad, entre las escritoras geniales que hoy siguen vivas, ella es una de las que más admiro.
Me gusta mucho también un escritor argentino que se llama César Aira. Publica libro casi todos los años; es una máquina de producir, pero lo hace de manera vanguardista, como un vanguardista tardío. Y rompe. No le importa escribir un libro que se llame Cómo me hice monja (Random House,1985), en el que, por ejemplo, el personaje femenino se llama César Aira. Eso es libertad creativa. Me gustan los autores que no se ciñen a imponer una idea ni a definir una forma única de ver la literatura, sino que simplemente hacen lo que les da la gana.
Hace algunos días estuve en una charla escuchando a Guillermo Arriaga y contó que a él las historias se las dicta al oído un personaje que está en su inconsciente. ¿De dónde vienen las suyas?
Lo primero es que hay algo que me detona, que hace que detenga la mirada o los sentidos. Algo que escuché y que se me quedó retumbando. Por ejemplo, en uno de los cuentos —que no es mi preferido del libro, pero sí el que le da el título—, recuerdo que un man que estudiaba Comunicación Social, cuando cayó la avioneta en la UPB, le dijo a un amigo mío: «Parce, hay que ir a tomarle fotos a los muertos». Como diciendo: «Hágale, que hay que ser periodista o fotoperiodista». Y esa frase se me quedó ahí. Supe que se me había quedado porque después empecé a pensar en el oficio, a preguntarme: «¿Un creador qué tiene que hacer? ¿Ir adónde va todo el mundo a ver al muerto o ir donde nadie quiere ir, donde a nadie le importa mirar? ¿Dónde debería poner el creador la mirada?». Lo que dijo aquel estudiante de Comunicación Social tiene, para mí, más capas que la simple anécdota. Es decir, cuando pienso en algo, trato de evaluar si eso que escuché tiene algo más que decir que lo que aparentemente está diciendo. Un poquito en relación con esta teoría de las dos historias de (Ricardo) Piglia o del iceberg de (Ernest) Hemingway. Toda esta vuelta que tiene más cosas que las que uno está viendo. Ese tipo de elementos, para mí, son el primer detonante: a partir de ahí comienzo a construir, a darle vueltas, como en una especie de espiral que se va tejiendo alrededor de esa idea central o de esa imagen.
Después, ya es mirar desde dónde se cuenta, porque a la hora de crear es muy importante el lugar de enunciación: quién lo está diciendo, dónde lo está diciendo y por qué lo está diciendo. Desde ese lugar de enunciación, posiblemente el texto tenga mucho más sentido o más peso. Ahora, todo el mundo cree que la primera persona es muy fácil de usar, pero para mí es muy difícil. Me gusta, sí, pero me parece muy difícil, incluso, a veces no funciona. Puede que a uno le guste, pero no siempre es lo que el texto necesita. Entonces, también trato de darle la voz que merece: a la idea, a la imagen, a la frase, al poema, incluso a la frase de un poema.
En ese sentido, «Cangrejos azules» es uno de mis cuentos preferidos de Pájaros muertos. No es una historia mía, sino la de mi exsuegro. Yo lo vi prendiéndole velitas a su hijo en Necoclí. Y esa imagen —el dolor de un hijo, el silencio, la relación de pareja— yo no podía contarla en tercera persona. Como narrador testigo, hacerlo desde la tercera persona no tendría el mismo impacto emocional para un lector. Entonces me puse en el papel de ese señor y traté de narrar como un papá que pierde a su hijo.
A mí me interesa que un texto haga sentir, no necesariamente emocionar, porque también creo que la emoción está muy manoseada, como si todo ahora tuviera que conmover o ser emotivo. En general, me gusta que la literatura permite —y va a sonar muy religioso— un milagro muy bacano: que vos podás sentir. Creo que se lo escuché a Mariana Enríquez, que, a propósito, no la había mencionado, pero es de mis autoras preferidas. Ella decía en una entrevista algo así como que hacerle sentir al otro el terror no es inventarse un monstruo, sino describir de tal manera que, por ejemplo, si me estoy quitando una uña, me la estoy arrancando, que eso tenga un efecto, una sensación en el lector. Es decir, que vos, con palabras, seas capaz de transmitirle al otro, a través de ideas e imágenes, la sensación y el dolor. Eso es casi un milagro, porque el lector no lo está viviendo, pero lo puede imaginar.
Lo mismo pasa con los sonidos. En «Cangrejos azules», yo estaba narrando a Necoclí, la playa, la costa. Ahí el sonido es fundamental, porque lo que quería narrar era un silencio: el silencio de una pareja incapaz de decirse el dolor que sienten por la pérdida de su hijo. Entonces, todo lo demás debía adquirir una intensidad auditiva mayor.
Encuentro en su obra un interés por las relaciones familiares. Háblenos de ello y de sus búsquedas literarias, tanto de ficción como de no ficción.
Yo creo que no soy un escritor que quiera narrar las grandes épicas literarias; por lo menos, a mí eso no es lo que me interesa. Me atrae más lo pequeño, lo cotidiano, a veces lo que parece frívolo o insustancial. Para mí, es incluso un ejercicio más difícil de escritura, y me gusta ponerme ese desafío. Hace un tiempo empecé a escribir unos ensayitos sobre bobadas: una manzana, una plancha, el dogmatismo fit, sobre cosas de las que parecería que uno no tiene nada que decir, pero que, si lo pensás, pueden abrir muchas reflexiones. Es un ejercicio de llevar a la escritura lo que sea, no el gran drama ni el gran acontecimiento, sino la escritura misma. La escritura es la que le da encanto a lo simple, a lo sencillo, a lo cotidiano, a lo aparentemente insustancial. Tal vez por eso en mis cuentos intento que lo cotidiano —que a veces es tan imperceptible— pueda transformarse en un gran drama o incluso en una tragedia.
Incluso cuando narro una tragedia, como la pérdida de un hijo, no lo hago de forma explícita. De hecho, lo escondo; hago todo lo contrario: se lo dejo al lector para que arme el rompecabezas. A mi juicio, ese tipo de relato lo hacen mejor los medios de comunicación, que cuentan el acontecimiento de manera llamativa y escandalosa. A mí, como objetivo literario, me interesa más narrar lo que no está en la primera plana, sino lo que aparece en la página ocho del periódico.
En ese sentido, también me interesa narrar lo familiar, porque es un ámbito lleno de violencias, de conflictos y de emocionalidades que muchas veces están naturalizadas o se encubren de manera sutil, al menos en nuestra sociedad. Desenmascarar esas trampas me parece chévere.
Cuéntenos también de los personajes de los cuentos que aparecen en Pájaros muertos (2023, Libros de Fuego). En especial, de los conflictos que estos tienen que sortear: las garrapatas de un perro, la transformación de un amigo, una pequeña venganza contra un padrastro terrible…
En Pájaros muertos, los personajes caminan por una delgada línea entre lo bueno y lo malo. En esa frontera, hay «malos» que muestran sensibilidad y «buenos» que buscan venganza. Como ese personaje que cree que su amigo es un paranoico, conspiranoico, esquizofrénico… y termina descubriendo que él mismo también se está volviendo así, igual de loco. O el profesor que saborea el dolor de la pérdida y de la ausencia, pero que, al mismo tiempo, para otros no es más que un borracho y un acosador. Siempre está presente esa intención de no crear personajes planos desde lo moral, porque creo que ahí es donde la literatura puede perder fuerza. Por eso intento que los personajes tengan ambivalencias, pliegues morales, matices, porque si no es así se pierde el encanto. Eso lo aprendí de El Quijote. Esa obra empieza con dos personajes: uno es el loco y el otro el cuerdo, supuestamente. Pero en la segunda parte ocurre todo lo contrario: Sancho se enloquece por la ambición y El Quijote aparece como alguien más sensato.
Mis personajes pueden ser multidimensionales, y esa es una posibilidad que me interesa explorar en los cuentos, aunque ahí resulte más difícil que en otros géneros. Esto porque, por lo general, los cuentos no se centran en los personajes, sino en las situaciones.
En la actualidad, es recurrente que un autor, cuyo primer libro fue una colección de cuentos, continúe con una segunda publicación con otra compilación de cuentos o que dé el salto a la novela. No, como en su caso, un libro de ensayos. ¿Cuál fue su motivación para escribir Un ruido de fondo que nunca se apaga (2025, Libros de Fuego)?
Yo creo que la motivación es tratar de entender algo que uno nunca llega a comprender del todo: ser papá. Me preguntaba: «¿Desde qué género puedo abordar la paternidad?». Desde el cuento, no sé, porque el cuento tiene un mecanismo que a veces funciona muy bien, pero donde todo se engrana para que la historia sea sólida. Y el cuento no me parecía la manera adecuada para hablar del tema. La novela quizá podría servir, y hay muchas que lo hacen; incluso leí algunas para el libro. Sin embargo, creo que la misma palabra ensayo encaja mejor con lo que significa ser papá. Es decir, uno no sabe ni mierda sobre qué es ser papá. Uno no tiene ni idea. Ya cuando lo empezás a vivir, es puro tanteo. Y así mismo funciona el ensayo.
Yo creo que ser papá es un ensayo. Cuando uno tiene hijos, se llena de preguntas todo el tiempo. Preguntas de todo tipo: ¿se irá a morir primero ella o yo? Si se muere ella, ¿cómo me voy a sentir? Un montón de preguntas que obviamente no tienen respuesta, pero que uno puede intentar contestar a través de la escritura. Con el libro traté de responderme las dudas que tuve en esos primeros cuatro años como papá. Y para responderlas, no quería simplemente narrarlas —o bueno, sí, narrando un poco lo que había pasado—, pero sobre todo reflexionando a partir de esa narración. Tratando de volver al diálogo conmigo mismo, de entender ciertos comportamientos de la paternidad y también los patrones que heredamos.
Yo tengo un papá con el que no hablo hace 13 años, más o menos, que ha sido intermitente en mi vida, que es la ausencia pura y que fue la violencia cuando estuvo con mi mamá. También tuve un padrastro —que aparece retratado en un cuento un poco autobiográfico—, un hombre violento y borracho, pero que al mismo tiempo veía cine como un berraco y leía mucho. Una mezcla muy particular. Se supone que el padrastro, según algunas teorías, puede ser un reemplazo de la figura paterna, pero solo si es alguien bueno. En mi caso, el padrastro pudo haber sido incluso peor que mi papá. El ensayo me permitió preguntarme por las figuras de paternidad que he tenido y también por la figura de paternidad que estoy siendo y la que voy a ser.
Hace poco escribí un texto —que incluso quedó en el libro— sobre un documental de Kurt Cobain que me pareció muy teso. En el documental él decía algo como: «Mi miedo más grande es que le pase algo a Francis”. Es decir, no le importaba matarse; lo que le importaba era lo que pudiera pasarle a su hija. Hoy me pasa un poco eso: me dolería más que le sucediera algo a mi hija que a mí. Es un miedo al que uno se enfrenta sin haberlo conocido antes, porque nace de un amor nuevo, enorme, que tampoco conocías.
Sus libros han sido editados por la editorial independiente Libros del Fuego. ¿Cómo ha sido trabajar con esta editorial y por qué eligió producir sus textos bajo este sello?
Lo primero es que Libros del Fuego es una editorial que yo admiraba muchísimo, incluso desde antes de conocer a Rodnei Cásares, su director editorial, y a Alberto Sáez, editor literario que en este momento vive en Madrid.
A ellos ya les había leído varias cosas. Por ejemplo, un libro que publicaron y que se llama El fin de la lectura (2017), de Andrés Neuman; otro de Juan Villoro, Llamadas de Ámsterdam ( 2018); y un libro de Luis Yslas que me gusta mucho, A la brevedad posible (2019), una obra de aforismos, un género —a no ser que sea de autoayuda— en el que casi ninguna editorial se arriesga hoy a publicar.
Libros del Fuego es una editorial independiente que siempre me llamó la atención porque tiene un diseño y una visión estética muy particulares de la literatura. Publican libros muy lindos y, antes de esta nueva etapa, también sacaron ediciones con diseños muy bacanos. Incluso llegaron a ganar un premio de diseño en la Feria del Libro de Frankfurt. Entonces, ya los tenía mapeados desde hace tiempo.
La verdad es que uno no elige del todo quién lo va a publicar. Básicamente, la labor del escritor es escribir, enviar su trabajo a concursos y a editoriales, y esperar a ver si por algún lado le suena la flauta.
Yo hice un listado de editoriales que me parecían chéveres: Laguna Libros, Angosta, Rey Naranjo y también Libros del Fuego. Todas independientes y con propuestas interesantes. Mientras tanto, yo seguía trabajando en el libro y lo envié varias veces al Concurso de Estímulos de la Alcaldía de Medellín. Siempre quedaba de quinto o cuarto lugar, hasta que en la última participación quedé de segundo o tercero, no me acuerdo bien.
Después me enteré de que, en una de las participaciones, uno de los jurados que leyó la propuesta era amigo mío. Ese man le comentó a Rodnei —a quien en ese momento yo apenas conocía—: «Mirá, Sebastián, el que a veces va a Palinuro y se parcha con nosotros a tomar pola, tiene un libro de cuentos interesante, dale una leída». Rodnei lo leyó, le gustó y me preguntó si estaba dispuesto a trabajar el libro.
En realidad, Pájaros muertos no iba a salir con Libros del Fuego porque la editorial llevaba dos o tres años en silencio por la pandemia. Rodnei me dijo: «Déjame reviso con mi socio si vamos a revivir a Libros del Fuego. Si no, nos inventamos algo vos y yo y lo publicamos, pero miramos qué hacemos». Al final, la editorial revivió, y así fue como salió Pájaros muertos.
En Libros del Fuego encontré un lugar muy bacano, porque creo que ahí hay algo especial: por lo menos conmigo, me han tratado con mucho cariño y respeto. Con verdadero amor me han ayudado a editar los libros. No es ese tipo de editorial que dice: «Como esté, lo publico”». No. Con Alberto hice un trabajo de edición en ambos libros; estuvieron muy pendientes de corregir y de proponer cambios, por ejemplo, en el orden de los cuentos o en los simbolismos que identificaron.
Fui —y sigo siendo— muy afortunado de haber llegado a esta editorial, porque han pasado cosas muy lindas con ellos. Tanto así que, en algún momento, les conté que venía escribiendo una idea de libro sobre la paternidad y me pidieron que se los enviara. Lo recibieron, lo leyeron y me dijeron: “Listo, vamos a publicarlo”. Eso me pareció además un gesto muy bacano de su parte.
Usted además tiene un taller de escritura creativa. ¿Cómo se siente un escritor enseñando a otros a escribir?
Yo creo que hay dos mitos grandes alrededor de los talleres de escritura. El primero es el de algunos profesores de literatura que dicen que no se puede enseñar a escribir, que no se puede enseñar nada de la escritura. Yo pienso que sí se puede enseñar: se pueden transmitir herramientas, técnicas y recursos. Ahora bien, ¿eso garantiza que alguien produzca una obra maestra? No. Eso no se enseña, no hay forma de enseñar a crear obras maestras, nadie lo sabe, esa fórmula no existe. Pero sí se pueden compartir atajos, experiencias, herramientas y elementos que permiten que la escritura fluya de otra manera. El segundo mito es que la gente va a un taller y cree que solo con asistir ya puede ser escritor. Eso también es un mito, porque para ser escritor se necesita cultivar lo que (Gustave) Flaubert llamaba “la educación sentimental”. O, como decía Ray Bradbury: hay que alimentar la literatura con lecturas, películas, arte, música y otras experiencias que nutran la visión que tenés a la hora de crear, para que cuando elijas un lugar de enunciación, un punto de vista, entre otros aspectos… todo esté permeado por esa educación sentimental y estética.
También permite abrir el diálogo sobre el oficio de la escritura con otros, y pensar que este es un ejercicio amplio y profundo. Además, a uno como autor que, entre comillas, «enseña», le da la posibilidad de repasar y cuestionarse las mismas técnicas que utiliza en su propia obra.
Háblenos de Ni cultos, ni borrachos, un videopódcast con una temática literaria que hace con Pandemonium TV.
Tengo un amigo que viene haciendo un pódcast de fútbol que se llama Nos falta cancha. Con él, nos surgió la idea de hablar desde nuestras lecturas: partimos de un libro y hablamos las cosas que nos provoque esa lectura. Ni siquiera es hacer análisis literarios, sino que el libro sea un detonante para tocar una temática, que sea el libro quien nos dé la temática. Yo acepté y la experiencia ha sido bacana porque es estirar las ideas sobre algo.
Entonces se vuelve una conversación parchada. Yo creo que es un proyecto que, como dice su título, no busca la erudición ni tampoco mostrar esta idea del borracho artistoide. Creo que es como el punto medio en el que nos podemos tomar una pola y hablar ñoñadas y pendejadas. Está esa frontera que a mí me parece interesante para una conversación.
El paso siguiente es hacer grabaciones del pódcast en vivo e invitar a escritores a conversar con nosotros. Hasta ahora, creo que ha tenido éxito, para dos personas a las que no conoce nadie. Los videos alcanzan quinientas, mil o incluso dos mil reproducciones, una cifra bastante buena para un proyecto que apenas comienza.
¿Cuál es ese libro o esos libros que le faltan por escribir a Sebastián Gaviria? ¿En qué proyecto literario está trabajando en estos momentos?
Tengo dos proyectos. El primero es un libro de cuentos sobre las vocaciones: habla de fracasos y de «fracasadores», de personajes que parecen tener una vocación hacia el fracaso o hacia estrellarse contra algo; personajes que, como se dice, «van de culos para el estanque». Cada uno tiene una especie de vocación que los lleva al abismo, ya sea porque se obsesionan con algo o porque aquello que los llama termina arrojándolos muy, muy abajo. En eso estoy trabajando ahora. Tengo pensados más o menos trece o catorce textos.
El segundo proyecto, que espero empezar en un par de años, es una novela sobre una tía que asesinaron en una pesca milagrosa. Fue algo muy cruel: ella iba con sus dos hijas y las peladas tuvieron que presenciar cómo a su mamá la mataban ahí mismo, en el carro, vuelta nada. Pero, más allá de ese drama, que es un drama épico, la idea es contar la vida de las personas que quedaron marcadas por ese hecho violento. Ahí hay un mundo que tiene muchas capas a partir de una sola situación. Por ejemplo, me interesa narrar también la vida de la guerrillera que le disparó a mi tía, y otras preguntas que surgen alrededor. Creo que eso es materia para una novela, porque hay varios personajes y demasiada tela por cortar; el cuento no me daría el espacio para narrar algo con tantas puntas.