¡Conoce cómo hacer parte de Número Cero!
Alejandro Salazar Villegas
Alguna vez escuché que la escritura es un proceso de creación de belleza. Otro día, me enteré de una lectura en la que se plantea como una forma de comunicar verdades; verdades que ya saben muchos, que siempre se han sabido, pero que cuando las descubrimos, sentimos el impulso irresistible de compartirlas —por ejemplo, este texto—. El escritor Juan Diego Mejía dijo que la escritura podía ser un acto de catarsis, una manera de tramitar nuestros dolores más profundos. Lo dijo mientras reflexionábamos sobre Lo que no tiene nombre, de Piedad Bonnett. Gracias a Juan, también, leí una de las frases que más me gusta sobre la escritura: “No estoy escribiendo para ningún lector, ni siquiera para leerme yo, escribo para escribirme yo”, de Mario Levrero.
Hay una razón más que para mí es muy especial. Es una razón tanto para sentarnos en frente de un computador a escribir como para acostarnos en una hamaca a leer.
Me refiero a la idea que Umberto Eco presentó en su texto Por qué los libros prolongan la vida. Allí, menciona cómo aquellos que no leen o escriben están destinados a vivir una sola vida. Mientras que quien lo hace, habrá vivido también la vida de los personajes de esas historias. No sé si un amante del cine estaría en desacuerdo. De pronto ha habido alguien que al ver La Vida es Bella haya sentido que él también fue Guido Orefice (Roberto Benigni). Quizás algún cinéfilo que vio Vicky Cristina Barcelona tuvo el enorme placer de creer que era Juan Antonio (Javier Bardem) y de sentir en su boca los besos de Maria Elena (Penelope Cruz) y Cristina (Scarlett Johansson). Con las películas, yo por lo menos no he pasado de ser un espectador. Sin importar lo buenas que sean, siempre las recuerdo como algo que le pasó a alguien más, a los personajes, no a mí.
La lectura y la escritura han sido las únicas formas en las que he podido experimentar algo cercano a vivir otras vidas. Cuando Jean-Baptiste Grenouille se metió en aquella cueva para crear nuevos olores, yo también me metí, yo fui él. Cuando en el Ensayo sobre la ceguera la esposa del médico les chupó las vergas asquerosas a los matones del patio de al lado, yo sentí la porquería en la garganta. Hasta la literatura que no volvería a leer la recuerdo con cariño y como si la hubiera vivido. Cuando Juan Salvador Gaviota se aplastaba a toda velocidad contra el mar, una parte de mí también sentía los golpes.
Los libros, los propios y los ajenos, alargan la vida como dijo Umberto Eco. Hace poco terminé de escribir una novela corta que había tenido en la cabeza por dos décadas. Actualmente está en concurso en la Cámara de Comercio de Medellín. Ojalá llegue a las manos de una buena editora y pueda publicarla. Los personajes principales de esa novela son Víctor, un apasionado por el fenómeno de la consciencia, e Hipatia, una joven rebelde que se vuelve una trotamundos con una sensibilidad especial por las injusticias sociales y ambientales. Víctor e Hipatia se enamoran, inician una vida de aventura, se separan, persiguen sus sueños y al final los vuelve a unir el amor y la tragedia. Al escribir sobre ellos, no siento que lo hago sobre dos personajes imaginarios, sino sobre dos seres con almas complejas que han crecido dentro de mí como si tuvieran vida propia. Algo parecido me pasa con los objetos. Al recordar o releer partes de su historia, la de Víctor e Hipatia, se me vienen a la mente lugares que visitaron o en los que vivieron, y siento como si yo también hubiera estado allí. Me parece incluso recordar detalles que ni siquiera escribí, como el color de un mueble o la temperatura de una tarde. Hay algo de delirante en esto, lo sé. Pero es un delirio que deja un muy buen sabor en la boca.
Varios aspectos de mi vida tienen una influencia clara en mi relación con la literatura. Uno de los más evidentes es mi pasión por la ciencia, la cual ejerzo de profesión. Como lector, siempre me han gustado los personajes que tienen una curiosidad especial por el mundo que los rodea. Quizás mi favorito es José Arcadio Buendía, curioso de la temperatura del hielo, los imanes de gitanos, la alquimia del oro y la redondez de la tierra. También me gusta la literatura que hace reflexiones explícitas de y desde la ciencia. Algunos de mis favoritos son La historia del tiempo, de Stephen Hawking, Las vidas de una célula, de Thomas Lewis, El árbol enmarañado de David Quammen y El Gen egoísta de Richard Dawkins. Este último lo cito en un capítulo de la novela de Víctor e Hipatia. Es difícil combinar los mundos de la ciencia y la literatura. Pero se pasa bien intentándolo.
Hace poco leí una frase que me llamó la atención, “Hay que brindar con vino el día en que un artista se interesa por la ciencia, pero hay que brindar con agua el día en que un científico se vuelve poeta." porque aquella sed de aventura se parece a la desesperación. La escribió William Ospina en su libro Pondré mi oído en la piedra hasta que hable. Creo que tiene razón. Creo que hay algo de desespero en esto de intentar habitar dos mundos que en ocasiones parecen tan distintos y a veces incluso antagónicos. También creo que hay algo de desespero en lo que menciona Umberto Eco sobre querer alargar la vida a través de la literatura. Quizás una vida debería ser suficiente. En mi caso, me alegra haber cabalgado por la Mancha sobre el lomo de Rocinante, haberme enamorado de Cosette, y haberme sentado en una playa del Caribe a tomar aguardiente y a soñar con un cargamento de armas viniendo por el mar. A veces el desespero vale la pena.