¡Conoce cómo hacer parte de Número Cero!
Luz Adriana Bedoya Múnera
luzadrianabedoya@gmail.com
Al igual que los sueños y los actos fallidos, la ficción puede considerarse como una producción del inconsciente. El inconsciente es como un yacimiento de significantes y significados que bajo ciertas condiciones emergen a la superficie en una elaboración onírica, en un lapsus, en un cuento o en una novela, tal como la marea deja en la playa vestigios de lo que habita en sus profundidades. El inconsciente no solo se manifiesta en los sueños cuando dormimos, también lo hace en la vigilia, en las equivocaciones o en los olvidos, y a mi juicio, cuando escribimos ficción. Lo anterior, también podría pensarse para la pintura; hay cuadros que son como una pesadilla, o para la música que puede decir tanto sin palabras, o en la poesía que nos enlaza con el estado emocional de su autor.
Voy a hacer una precisión muy breve y resumida para situar los elementos que considero permiten darle a la escritura ese estatus de elaboración onírica o de acto fallido.
Los actos fallidos, dice Freud (1917) en Introducción al psicoanálisis, «no son casualidades, sino importantes actos psíquicos que tienen su sentido y deben su génesis a la acción conjunta o quizá, mejor dicho, resultantes de la interferencia de dos intenciones. Son equivocaciones cotidianas que pueden llegar a causarnos molestias, pero en general pasan desapercibidas. Son el resultado de transacciones en las que cada una de las dos intenciones se impone en parte, y en parte fracasa, resultando así que la intención amenazada no queda suprimida por completo, pero tampoco logra manifestarse sin modificación alguna». Freud los agrupó en tres grandes grupos que analiza de manera exhaustiva en Psicopatología de la vida cotidiana (1923):
1. Equivocaciones orales en la escritura, en la lectura y falsa audición.
2. Olvido de nombres propios, palabras, propósitos e impresiones.
3. Actos de término erróneo, la imposibilidad de encontrar un objeto que sabemos haber colocado en un lugar determinado y los casos de pérdida definitiva.
Doy un ejemplo para ilustrar algo de esto. Puede ser la equivocación que tuve cuando estaba escribiendo este texto: escribí cualidad en vez de casualidad. Me doy cuenta del error y corrijo. Pero en las dos veces siguientes que repasé el texto para organizarlo leí: cualidades. Dicho de manera muy rápida, la equivocación se debe, tal vez, a que yo pienso que la ficción como un acto fallido es una cualidad, que no hay nada casual en la escritura, que pensar la ficción como una producción inconsciente no es algo negativo, como podría pensarse, al ponerla en la serie de error o equivocación. Es un límite del lenguaje, pero también es una posibilidad para la imaginación.
Mi conjetura es que un cuento es el resultado de la transacción ante un conflicto psíquico, tal como lo es un sueño, o un acto fallido, corresponde a esa idea o recuerdo que se abre paso a pesar de la censura y logra decirse, de manera deformada e imprecisa. Y que no son casuales las historias que se nos ocurren.
En cuanto a los sueños, quiero decir de manera muy condensada, que para Freud (1899), tanto las elaboraciones oníricas como los actos fallidos son realizaciones del deseo, deseo que no siempre es puro y ético y que todas las veces no corresponde a fantasías erótico afectivas, sino que también pueden estar cargados de horror y angustia como las pesadillas. Y algunas veces los sueños solo están ahí para permitirnos continuar durmiendo, pero en el caso de los que escriben para despertarnos, cuando ha llegado a la superficie una palabra, un gesto o una frase, y que con cierta urgencia insiste para que nos demos prisa porque en cuanto amanezca el barullo del día se lo llevará, al igual que la marea alta arrastra lo que encuentra en la playa. Aunque a veces, al igual que sucede con los sueños, durante el día aparecen de manera repentina fragmentos: una imagen, una nostalgia, que permite ir armando un cuento mientras se hace el dinero suficiente para ir al supermercado.
Cuando escribo, la historia sucede en ese preciso instante; a veces se trata de un estado de arrobamiento, estoy por fuera de la escena u observo lo que a otros les pasa, tal como ocurre en los sueños cuando se está dormido, o como en un estado de ensoñación, de duermevela de la vigilia. La historia pasa frente a mis ojos como si estuviera recordando un sueño, pero a diferencia de la elaboración onírica del inconsciente, en la escritura puedo decidir cuál será el contenido manifiesto, cuál el latente, qué censurar, cuándo empezar, cuándo finalizar la historia, qué los atormenta y qué van decir o hacer. Puedo imaginar, aunque algo siempre se escapa, no logra asirse, se resiste a dejarse escribir; pero los rastros de esa persecución pueden verse de soslayo. Y algo no previsto se cuela en el texto, que cobra sentido y se aprehende en la lectura, provocando otro relato. Después de cada texto sabemos un poco más del ser que nos habita. Reescribimos nuestra novela familiar, como diría Freud, a nuestro amaño, y cómo sucedió en realidad, a una se le va olvidando.
La escritura siempre me ha acompañado y, desde hace unos años, llevo conmigo estas palabras de Onetti:
Durar frente a un tema, al fragmento de vida que hemos elegido como materia de nuestro trabajo, hasta extraer, de él o de nosotros, la esencia única y exacta. Durar frente a la vida, sosteniendo un estado de espíritu que nada tenga que ver con lo vano e inútil, lo fácil, las peñas literarias, los mutuos elogios, la hojarasca de mesa de café. Durar en una ciega, gozosa y absurda fe en el arte, como en una tarea sin sentido explicable, pero que debe ser aceptada virilmente, porque sí, como se acepta el destino. Todo lo demás es duración física, un poco fatigosa, virtud común a las tortugas, las encinas y los errores.
Creo que con la ficción le damos sentido al sinsentido de la vida.
En las últimas semanas he vuelto a leer lo que he escrito en el taller. Creo que cada uno de estos texto es un fragmento que espera una historia, una serie de palabras que necesitan que las retuerza un poco más hasta hacerlas decir lo que quiero; y confían en que no me dejaré amedrantar por las dudas y las torpezas en el uso de las técnicas y de los códigos del oficio, para poder resistir los embates de la crítica. Por fortuna, todo cuanto me rodea me pide que le escriba un cuento, y paso a paso voy aprendiendo a imaginar una historia desprendida de mis sueños y lapsus.
Quisiera escribir de gente normal a la que le pasan cosas raras, o de cosas normales que le pasan a gente rara. Quisiera escribir un cuento polifónico, una historia en la que el tiempo y el espacio estuvieran trastocados, en el que los gestos y las palabras viajen en el tiempo y en cuerpos distintos a otras épocas. Quisiera escribir una historia que lograra hacer sentir a quien lee el dolor, la incertidumbre, la melancolía o el entusiasmo con el que lo haya escrito.
Hace unos meses escribí una historia en la que mi sombra me dejaba. Durante varios días divagué por la ciudad extrañándola. En esa época me encontré con un amigo en un centro comercial que después de preguntarme por mi sombra me abrazó muy fuerte en un intento de mitigar la nostalgia que me producía la ausencia de ella. Y a la semana siguiente, sucedió algo aún más raro: me encontré con otro amigo, por los lados de la biblioteca, que luego de un silencio acogedor, dijo: «Qué bueno que ya encontraste tu sombra». Mi sombra estaba de regreso y yo no me había dado cuenta.
Quisiera que mis cuentos fueran íntimos como los de Clarice Lispector, con diálogos perfectos como los de Hemingway, que tuviera imágenes y metáforas memorables como las de Carver, enigmáticos y complejos como los de Kafka, dolorosos como los de Onetti, con la fantasía y la poesía de los de Cortázar. Quisiera que algo de ellos resonara en mis textos, no como imitación, por supuesto, sino como rastro de lo que les he aprendido. Al fin y al cabo como decía Unamuno (tomo la cita de un prólogo de Cuentos reunidos de Clarice Lispector, 2008) don Quijote y Sancho no son exclusivos de Cervantes «ni de ningún soñador que los sueñe, sino que cada uno los hace revivir».
En un principio, hombres y mujeres contábamos con el atributo de la divinidad. Pero cualquier día Cronos se percató de que había seres en la naturaleza que tenían voz, a diferencia de los dioses del Olimpo que solo contaban con la mirada, y que estos seres no solo podían cantar, sino que tenían un saber. Entonces, dividió el mundo entre dioses inmortales y mortales, condenando a estos últimos a que la condición de la palabra o el beso fuera perder algo.
A veces temo que por ser mis cuentos tan íntimos, los hombres los encuentren ajenos, inaprensibles, que extiendan su silencio acostumbrado porque no saben qué decir o los rechacen por enigmáticos sin intentar descifrarlos. Y quisiera que, también en ellos, lo que escribo resonara en algún punto de su experiencia. Poder nombrar algo de lo que los habita, desconocido para mí, de lo que pierden cada vez que hablan o besan a una mujer.
Creo que hace falta decir una palabra más, para terminar, acerca de fracasar de la buena manera cuando se escribe. Fue Samuel Beckett (1952), el dramaturgo, novelista y poeta irlandés, autor de Esperando a Godot, premio nobel en 1969, el que lo dijo: «Intenta de nuevo, fracasa de nuevo, fracasa mejor». Me parece que esta sentencia le viene bien a un escritor porque después de cada texto, algo queda por decir, porque a veces el lector lee una cosa diferente a la que se escribió, porque los textos están llenos de lapsus, omisiones, equivocaciones y sobre todo de ausencias que intentamos recuperar en el próximo texto. Porque la obsesión que sostiene la escritura es que haya otro texto mejor que el anterior; se vuelven a leer las historias, se aguantan las ganas de desecharlas, se reescriben y se le dan a otro para que las lea. Y en ese tramo de la vida, algo de lo que somos toma forma, al igual que se realiza el deseo en un episodio onírico: a medias. Reescribir, pero no en el orden de la repetición o de la costumbre, sino para dejar que entre lo inédito. Pasar lo que lleva años escribiéndose en la piel, al papel, como sucede en la película Escrito en el cuerpo (1996), de la cual solo recuerdo una imagen: el cuerpo de una mujer desnuda con la piel tatuada de ideogramas que necesitaban de un lector para tener sentido.