¡Conoce cómo hacer parte de Número Cero!
Carolina Villegas Vanegas
La escritura sirve para encontrarme, desencontrarme: un tránsito desde la ilusión hasta la posibilidad, con algunas paradas en el sinsentido. Es quizá por esto que no hallo respuestas cuando pienso por qué lo hago. Me queda, más bien, una especie de convicción construida a través del tiempo que se traduce en el acto mismo.
Al pensar en cómo o cuándo comencé, la memoria me remite a un recuerdo: tendría unos ocho años, y vi a una niña de mi misma edad crear refranes sobre un globo a los que llamaba Pensamientos. Aún hoy me cuesta reconocer qué me cautivó de esa escena, pero sé que se trató del espíritu inaugural que fue vestigio de mi intimidad. Al igual que esa niña, también escribí mis pensamientos en el globo que tenía en las manos. Y ya no pude parar.
Sin temor al rechazo, me permití opinar en trozos de papel. Escribí a solas y en silencio, como si se tratara de un secreto. Aquel acto adquirió un dejo de transgresión que iba detrás de lo que me era prohibido. Fue el primer encuentro con un mundo propio que no siempre sería soportable, ni soportado por otros.
Hacia el final de la adolescencia, la escritura tomó tintes obscenos, disociadores, contestatarios, soñadores, confrontadores. En la mayoría de los casos fue desatinada: quería responder al angustiante anhelo infantil de crear un futuro adulto hecho de libertades que ahora considero equivocadas. Originé una infructuosa pretensión de formar parte de algo, como si a través de las letras se pudiera pertenecer, olvidando que la libertad nace estando sola.
Si bien ese acercamiento infantil fue la manera de contar a otros que todavía no existían como lectores, la adolescencia —con una temprana y limitada mirada del mundo— sirvió como salida del closet: mostré por fin a los otros lo que creaba, dejé que mis textos existieran como producto social, que se enfrentaran a la realidad, que no es otra cosa que la caída de las ilusiones.
Con el tiempo, la escritura se ha convertido en causa. Muchas veces me dijeron que no, y eso no ha sido motivo suficiente para detenerme. Sé que no tengo la genialidad de los grandes autores, pero sí su terquedad, la insistencia irremediable de no querer dejar de hacerlo. La escritura es cambiante: cambia conmigo o cambio con ella, maduramos juntas y cada vez es más encuentro, comunión: me espera a la vuelta de los otros, cobra un sentido vital que no se alcanza a decir. Y es precisamente esa falta de palabras lo que impulsa una historia detrás de la otra.
Me gustan los relatos sencillos, y tal vez la única pretensión, de momento, sea conmover a lectores de carne y hueso del mismo modo en que me he sentido conmovida por quienes admiro y son fuente de inspiración. No sólo escritores que van desde Andersen y Perrault hasta Murakami y Geraldino Brasil, cineastas como Giuseppe Tornatore y Pedro Almodóvar, músicos como Handel y Ennio Morricone, cocineros como Jordi Roca, sino también gente común que vive íntimamente y a los que he tenido la suerte de leer a lo largo de mis días.