¡Conoce cómo hacer parte de Número Cero!
Yanet Helena Henao Lopera
Sonidos y sílabas: beats de la banda sonora de mi vida. Firuletes y signos: arreos para alegrar frases que lucen tiesas sobre el renglón. La tilde bien podría ser un hilo de lluvia, un rayo o el dedo de Dios indicándome el camino; la diéresis y el punto de la i, copos de nieve refrescando el calor de una lección; la virgulilla, un paraguas que me resguardaba de la angustia que me producían los libros gordos y algunas revistas que vendía mi abuelo en su almacén de variedades.
Fue en la discreción de la trastienda, entre cajas y embalajes, y a salvo de la calle, donde entendí que el mundo tenía más de diez versiones y que yo, leyendo simplemente, podría conocer cuantas quisiera.
¿Cómo harán los que escriben para saber tantas historias? Medio siglo después, la respuesta sigue pendiente.
El primer cuento que leí se titulaba Susana quería las flores. Mi abuelo me lo regaló así nomás, sin pedirlo, sin que fuera mi cumpleaños, sin existir un motivo especial; tal vez él se dio cuenta de cómo se me iluminaron los ojos cuando vi la carita rosada de esa niña sonriendo en medio de un jardín; aunque confieso que lo más impactante fue la textura del cabello de Susana —puro mercadeo, entendería años después—: un retazo de peluche mink cian que, en la forma más primorosa jamás vista por mí, se agitaba al contacto de mis dedos. La estrategia de marketing funcionó: no solté ese cuento hasta que me lo aprendí de memoria y Susana se había quedado calva.
Tiempo después, comenzaron a llegar las fábulas. Culpable la tía Nubia. Gracias a ella, Esopo, Iriarte, Samaniego, Pombo y La Fontaine entraron a formar parte de mi cielo. ¿Cómo no adorarlos, si eran capaces de hacer hablar a los animales y a las flores? En el trayecto de la escuela primaria, las moralejas fueron remachando la cantaleta de mi mamá, los consejos de mi papá y el terror a la condenación eterna que nos sembraba la hermana Teresa en las clases de religión. Para entonces, la ética y la moral no eran conceptos fáciles de digerir, pero, gracias al oficio de las fábulas, interiorizar su sentido fue algo que fluyó tan natural e inadvertido, que bien pudieran haber sido acusadas de alienantes; aunque yo jamás renegaría del efecto formador que tuvieron en mí.
Ya en la secundaria, con lecturas más avanzadas y un tris adicional de criterio, las visitas a la trastienda de mi abuelo se circunscribieron a los días de vacaciones, reservados todos para Archi y Kaliman —dos héroes de historietas—. Me fascinaba moverme entre las aventuras livianas de esos estudiantes de la escuela Riverdale y el heroísmo místico de un descendiente de la dinastía Kali. Mi disciplina lectora discurría por las corrientes pedagógicas de la lúdica y el placer, tal cual recomendaban los cánones para los tiempos de descanso.
Gracias a la feliz influencia de grandes profesores, mi inquietud por la lectura se hizo más intensa. Fueron los centros literarios de la señorita Gilma y la pasión por la literatura del profesor Humberto Barrera, los que me inspiraron el lema al que no pienso renunciar jamás: leer, vivir leyendo y morir igual.
Hoy, ante el desafío de escribir mis propias historias, la inquietud es si seré capaz de impactar como tantos autores lo han hecho conmigo. Aproximarme al desparpajo de Henry Miller y su admirable prosa; a la irreverencia de Bukowsky, quien halla el poema oculto y lo escribe sin adornos; a la osadía de Nabokov, desafiando la censura; a la ortodoxia de Umberto Eco con sus historias y ensayos bien contados; a la elegancia de los rusos modernos, si no es mucho pedir… ¡Sería la gala perfecta para que cualquier historia llegara a ser tan grande como aquellas celebradas en las vitrinas!
Mi anhelo es caminar en las lindes del sacrilegio, sin abandonar la nobleza del idioma; escribir sobre colores, aromas y ruidos, sin sacrificar la estética del lenguaje; hablar de las acciones humanas, sus instintos y atributos, conservando la integridad de las palabras; construir frases precisas: descarnadas o tiernas, sutiles o bastas, que distingan, por ejemplo, la trascendencia de un orgasmo entre dos que se aman y dos que simplemente copulan.
Fiel a la convicción —tal vez ingenua— de que todos los libros son buenos antes de leerlos, no rehúyo estilos, ni escuelas, ni corrientes. Tengo mis preferencias, por supuesto, y de cuando en cuando, no resisto la tentación de enfrentar autores. Por ejemplo, entre Faulkner y Hemingway, prefiero el segundo, aunque persisto en leer al primero. Muero por Cortázar, Uslar Pietri y Mutis. Vargas Llosa me acompaña desde el colegio y sería un crimen tenerlo en mi lista sin la compañía de Gabo. Mi libro de cabecera, Jane Eyre de Charlotte Brontë. A su lado, y al mismo nivel, la inmortal Emily Dickinson de quien tomo estos versos que me anclan a la realidad —como materia— y a la humildad —como espíritu—:
En esta breve vida
no más larga que una hora
cuánto —cuán poco—
nuestro poder atesora.