¡Conoce cómo hacer parte de Número Cero!
“Puede florecer la basura y retumbar el sol en esta geografía
Si inventamos otro azul para el cielo proscrito de esta lengua”.
Pedro Lemebel
Juan Felipe Bedoya
Derrotado, envejecido, pasaba los días tras los barrotes de una celda. Con la acusación de robar a la Corona española, Cervantes tragaba angustias en la Cárcel Real de Sevilla. No pudo ser poeta, no pudo escribir prosas, no pudo hacer teatro. El destino lo guio a la vida militar, al servicio público, a la esclavitud y, ahora, a la cárcel.
Hay que imaginar a Cervantes infeliz. Respirando horas de más en una cárcel sevillana, ahogado con las glorias de sus pares, empequeñecido por los grandes nombres del Siglo de Oro. Con la imposibilidad de un futuro, podemos dibujarlo en ese encierro tirando insultos a las paredes, a la Corona, a su propia vida.
Hideputa, diría. Hideputa qué escribiría en el Quijote. Hideputa que llegaría hasta América Latina, y que tendría todas sus variaciones: hijueputa, jueputa, jodeputa, joputa, hijoputa, juepucha, hijuepucha.
La vida no le depara nada, es un traidor. Y con la pérdida de toda esperanza, el veterano de Lepanto se encontró en esa celda con la novela moderna. Imaginémoslo: ya no tiene que enfrentar a Lope de Vega ni a Quevedo ni a Calderón de la Barca. El futuro se ha escurrido. Solo le quedan unos cuantos folios (no sabemos cómo), y tinta (no sabemos cómo) para desahogar el espíritu.
Y de esa frustración, del desparpajo, de la risa contra el absurdo, nació el Quijote. Su novela no es producto de un académico que fiscalizaba las palabras en los salones de la Real Academia. El Quijote es producto de un preso, un delincuente si se quiere. De un perdedor.
Y esta imagen, fracasada, para un escritor latinoamericano puede ser familiar. El idioma de derrota de Cervantes augura el futuro de la literatura en español del otro lado del Atlántico.
II
Nuestra literatura es nueva, puberta. La posibilidad de una tradición milenaria le fue arrancada por el Imperio español. El asesinato le cortó la pluma azteca, y la inca, y la maya. La violencia le impuso una nueva lectura, y tuvo que aprender a escribir de nuevo. Estas nuevas lecciones con textos castellanos infantilizaron un continente que tuvo que buscarse una nueva identidad, y luego, como niño que descubre el significado de las palabras impuestas por el padre, asumió las letras de un tutor monárquico y ausente. Es una literatura huérfana que, con la muerte de Moctezuma y Tupac Amarú, se ha buscado un nuevo guardián que le dé identidad. Con el Atlántico de por medio, infestada de enfermedad y autodesprecio, nuestra literatura se ha relegado a mirar con celos la herencia milenaria céltica, romana, anglófona, germánica. Bastarda, se busca un hogar lingüístico.
Porque esa lengua traída en barco nos enseñó a darnos nombres: de derrotas, de vasallaje, de represión. El conquistador blanco, a fuerza de rompernos la dignidad con espadazos y enfermedades, nos obligó a hablar a su manera. Y con ese abecé castellano, esta tierra adolescente aprendió a enunciar la furia.
Nosotros, cuya única vocación persistente en el tiempo ha sido la rabia, aceptamos el hideputa como máxima de vida. Decía Freud que el primer hombre que insultó a su enemigo en vez de golpearlo fundó la civilización. Nuestra sociedad, bastarda y mestiza, acostumbrada a poner la otra mejilla, puede contenerse en el hideputa del Quijote.
La mutación de la lengua es inevitable, ya es hora de reconocerlo y de tumbar las estatuas idiomáticas. Nuestra “venganza” contra el colono será apropiarnos de su lengua y hacer con ella lo que queramos.
Y es que, recordemos: el ascenso de Roma marcó la expansión del latín, su caída implicó su mutación, en modismos, en mesticidades, y en la construcción de lenguas nuevas. El éxodo árabe a España dio nacimiento al albaricoque, y al algodón, a la azucena, y a la alcoba, al ojalá, a la aduana, al fulano y al alcohol. La lengua no es una tarea acabada, finiquitada en las estanterías de la Real Academia. El idioma se forma y se deforma en las bocas de los hablantes, en las calles, y ahora en las pantallas. Cambia como cambia el mundo.
Nuestra apropiación del castellano ha creado ya una lengua distinta a la que hablaba Cervantes. Y con los pasos andados podemos empujarla hacia límites más amplios. Porque el viaje, la política, el ocio, la rebeldía han cambiado el idioma. La violencia colonial ha sido su principal forma de control.
El barco en que llegó el castellano, venía infestado de enfermedades. En América encontró intentos de sanación en el apareamiento con nuevas lenguas. Su historia se hizo reflejo en el idioma: mutó, se independizó, fue reconquistado y terminó por agachar la cabeza en busca de un patriarca que calmara su angustia de genocidio. Y unos siglos después, con la caída de España, terminó por buscarse un nuevo padre al norte de la frontera septentrional.
Primero colonizada por España, luego por Estados Unidos, nuestra literatura se busca una identidad en familias con gran herencia. Luego del barroco propio de nuestra lengua —dramática, grandilocuente, cursi, rítmica—, nos inclinamos por el minimalismo estadounidense. Hemingway terminó por convertirse en faro, y nosotros chocamos con él.
III
El límite de nuestro lenguaje es el límite de nuestra realidad. Nuestras ideas se condicionan con las palabras que les imponemos. Los anglófonos no diferencian el ser del estar, y esto, metafísica y anímicamente, es un marco castrante para una lengua a la que hemos querido imitar. Una lengua a la que Borges le escribía poemas, y a la que muchos autores han usado de modelo para esculpir nuestro castellano. En un estilo puntual, directo, sintetizado. Hemos limitado nuestra propia enunciación. Parecemos ignorar que incluso sus escritores, los herederos de Shakespeare, sabiendo los linderos de su idioma, se dieron a la tarea de explorar nuevos caminos. Whitman, el Ulises de Joyce, los poetas románticos, Woolf, Faulkner, han expandido el inglés hasta otras fronteras. Su juego idiomático le dio muerte a una antigua forma de la lengua germánica, y con el desgaste de su uso, con su violencia y su irreverencia, han terminado por darle nuevas formas y sentidos a sus palabras.
Nosotros, en cambio, hijos de madres violadas y asesinadas, y de padres ausentes, hemos santificado una idea de nuestro idioma, tal como idealizamos a ese rey-padre que desde el otro lado del océano nunca nos conoció. Esa sacralización de la lengua, esa imposición clerical de la RAE, ha terminado por limitar la propia concepción de nuestra historia, de nuestra identidad y de nuestro futuro.
Y es que el idioma no es ninguna catedral. Si así fuera, terminaría por empujar vigas de hierro desde su campanario para hacerse nuestra propia cárcel. La emancipación vendría con el ultraje de una lengua añejada, del descubrimiento de nuevos significados en sus palabras. De volver a construirla sin pretensiones academicistas.
Y, desde luego, sería ingenuo pensar que es una tarea exclusiva de la literatura. Sería extraño darle tal tarea a una disciplina que tiende a la fosilización.
Las personas en las calles se han desprendido de la sacralidad de la lengua. El reggaetón, blasfemo de nacimiento, hace con la lengua lo que le apetece. La rima se abre camino sobre el sinsentido sintáctico, se crean palabras cargadas de deseo, de desvergüenza, de pecado. Sus palabras grabadas en estudios, como alguna vez lo hicimos en piedra, terminan por hacerse verbo en las calles. Por enunciar los nuevos amores, por perplejizar a intelectuales, por escandalizar camandulerías. Se burla anárquicamente de la RAE, se separa y, adolescentemente, se construye una identidad alejándose de ese padre anquilosado.
Y aquí vuelvo a pensar en Cervantes, en el Quijote que la Real Academia jacta de ser su texto canónico, y que es todo lo contrario. El Quijote que es el juego de la lengua, que es su renovación, que es la risa y la ironía. En su estado más filosófico, Alonso Quijano lanza el hideputa, y ese hideputa debería ser la máxima de nuestra nueva literatura.
Porque esa búsqueda por un estilismo puntual, directo, sin flores, sin aromas, sin afectos no es más que una herencia del colonialismo, y de un imperialismo que nos condiciona.
Ante la cárcel blanca y anglófona, miro la respuesta de García Márquez. Cien años de soledad es la renovación del Barroco. García Márquez recoge pedacitos rotos de nuestra lengua aniquilada, toma los ritmos del caribe, aprovecha la ironía de Quevedo, el empuje renovador de Cervantes, las formas que toman las historias en las bocas de señoras costeñas, la reacción emocional de Lope de Vega. Lleva las tripas, la emoción, la ira, el dolor, la angustia, el amor, el festejo a la literatura.
Leer Cien años de soledad puede recordarnos que la American Fruit Company ya no existe.
IV
Todas las historias ya están dichas. Las formas del arte son las que provocan reacciones en el espectador. El vuelo de una mariposa puede ser tanto o más interesante que la resolución de un crimen. Todo depende de la coma y el adjetivo y el verbo. La cárcel de la frase corta y de lo imprescindible, puede superarse ya. El Siglo XX llevó la literatura latinoamericana a su preadolescencia, permitámosle crecer.
Despidamos a ese padre parco, y aceptemos como madre a la poesía. Dejemos que esa literatura adolescente pierda el miedo a las emociones —la razón se ha sobrevalorado—, y que la cursilería deje de considerarse una forma menor, para empezar a estilizarla con altura.
La cursilería, que se ha asociado a la feminidad, es lo que le falta a esta literatura alimentada por machos. Hemingway ya se ha fosilizado. Busquemos la feminización de nuestra lengua.
Propongo revisar la cursilería y rescatar las cacofonías bien usadas. A practicar las aliteraciones, las anáforas, y abrazar los pleonasmos. A no asumir el neologismo como sinónimo de patología —como los manuales diagnósticos lo plantean—, sino de genialidad. A perder el miedo a los adjetivos, y marcarnos una meta más alta: aprender a usarlos. Que si nos hemos de tardar diciendo algo, tardémonos. Que extendamos la música de nuestro idioma. Que perdamos esa pretensión de lengua germana. Obliguémonos a que la demora de la enunciación valga la pena.
Y, sobre todo, rescatemos el humor. La grandeza del mismo Quijote, la obra que nos funda, es el humor. La posibilidad de decir lo que se quiera y como se quiera, burlándonos de nuestro fracaso ante el poder.
V
Mientras esta literatura se aburguesa, apuntando al norte, anquilosándose; pensemos en aquellos que reforman la lengua con una intención de saborear nuevas palabras, con un disfrute del idioma que una vieja tradición literaria no les permite.
Aquellos que toman una “caja” y la vuelven risa, que toman el “gonorrea” para contraerlo y convertirlo en vocativo, que toman el “parche”, ese que unía telas, para hacer de parchar un verbo de reunión. Porque la lengua se expande con las travestis y las señoras, los campesinos y pandilleros, los niños y los presos; quienes doman, moldean el idioma a su medida, y no al de la Academia. Remedar este placer por la lengua puede asomar nuevos horizontes para nuestra literatura.
Y con toda su paradoja, busco en el pasado alguna semilla que prometa germinación de futuro. Si he de inscribirme a una tradición quiero que sea la que Lope de Vega anota en su Arte nuevo de hacer comedias en este tiempo, y superar las normas del pasado buscando un nuevo camino. Arrastrar nuestra forma de contar historias a nuevos límites.
Las academias deben existir como apoyo, como búsqueda de conocimiento, no como yugo cultural. Ese afán de poner nombre a las cosas para reglamentarlas, para dominarlas y para ejercer poder sobre ellas es una fantasía autoritaria. Recordemos a Foucault: “Donde se ejerce el poder hay resistencia”. Esa resistencia tendría que ser la literatura.