¡Conoce cómo hacer parte de Número Cero!
Jorge M. Escobar Ortiz
En ensayos y columnas, Pablo Montoya ha reiterado lo poco que los escritores colombianos se han atrevido a explorar la Roma antigua en sus novelas y cuentos. Sostiene que estas obras se juzgan, en ocasiones, como puentes hacia un pasado ajeno que permiten comprender mejor nuestro presente, o escapismos estéticos desbordados de pedantería. No son, pues, obras indiferentes para sus lectores. Causan escozor, desajustan la regularidad de las horas. Días cárdenos (Vásquez Editores, 2022), de Ányelo E. López Bedoya, hace parte de este pequeño grupo.
El libro juega con la ambigüedad, y esta es una de sus mayores virtudes —o su peor defecto—. Esa indeterminación se da en su concepción misma: ¿es un libro de cuentos con un tema común y personajes recurrentes o una novela con episodios singulares y autónomos? Esta fractura en las expectativas lleva a que el libro pueda abordarse por cualquiera de sus flancos, sin un orden específico, aunque con un hilo común. Pero tampoco ese hilo es traslúcido.
El libro podría leerse como ficción histórica: apela a momentos anclados en la Roma antigua, conectados con episodios prehistóricos, la Europa medieval, el Japón feudal y nuestras sociedades modernas, siempre de una manera informada. Sin embargo, esta clasificación también resulta difícil ya que no es claro que su pretensión sea interpretar esas circunstancias del pasado, mucho menos ofrecer una teoría general de la historia o algo semejante. La historia sirve a la ficción, y quizá la ficción también a la historia, aunque no es siempre evidente cómo ilumina nuestra comprensión.
O nada de lo anterior es correcto y el libro es en realidad una gran metáfora religiosa. Un intento por hacer más digerible la reencarnación a nuestra sensibilidad contemporánea. Es fácil saltar a esta conclusión: resurgen nombres y personajes, con relaciones sociales y vínculos personales más o menos equivalentes en cada aparición. Almas en pena atrapadas en el flujo del tiempo, siempre en experiencias límite, la erupción del Vesubio como melodía común. Incluso la Muerte, la Niña que transita por varias de sus páginas, queda sacudida por estas experiencias.
Pero ese flujo del tiempo es en el fondo una ilusión del lector: para los propios personajes parece detenido. Da la impresión de que todos son sucesos simultáneos. Las almas de Sertorio, Didia, Hackett o cualquiera de los demás personajes no transmigran de un cuerpo a otro. Sixto camina por las calles de Roma y acecha a un ciervo en un bosque medieval y rememora en un sanatorio moderno. No es el alma de Sixto saltando entre períodos y lugares. Son múltiples caras de una misma entelequia. Superficies simultáneas de un prisma que no difracta ondas de luz, sino de tiempo.
Ányelo es carpintero de profesión. Uno lo imagina puliendo sus frases y párrafos con el cuidado de una pieza de madera. Sin astillas, pulcros, con un olor fresco y envolvente. ¿Qué obra surge al final? Este libro, quizá un misterio: uno satisfactorio y atrayente, como los abismos.
Nota de los editores: Jorge Escobar Ortiz, autor del anterior comentario, publicó en mayo el libro de cuentos Estación Floresta, editado por la Editorial Eafit, bajo la Colección Letra X Letra. Para leer las primeras páginas del texto, haz clic aquí.