¡Conoce cómo hacer parte de Número Cero!
Luz Adriana Bedoya Múnera
Hay libros que son como tener a alguien al lado con quien hablar, que dejan la alegría de una buena conversación. Hablemos de Adiós, pero conmigo (2021, Alfaguara), de Juan Diego Mejía, de los ecos que ha dejado en mí esta novela que me ha acompañado en las últimas semanas, de los vínculos que se forjan cuando se lee o se escribe ficción.
Adiós, pero conmigo pone en escena uno de los sueños más preciados de una generación: ser y saber para hacer del mundo un mejor lugar. En esa búsqueda, un grupo de jóvenes experimentan los desencuentros del amor, el saber de la poesía, la fuerza de los ideales universitarios. Juan Diego Mejía ha sabido plasmar con precisión el espíritu de una época, las insignias de hombres y mujeres jóvenes que siguen vivas en nosotros, en las que es posible reconocerse aún hoy, con las mismas preguntas, los mismos fracasos e incertidumbres que no dejan de habitarnos, porque el deseo no envejece, y una vez más nos salva la poesía.
Se rumora que James Joyce era psicótico; también, que lo eran Franz Kafka, Virginia Woolf, Fernando Pessoa, Clarice Lispector y Marguerite Duras. Sabemos que Hemingway se suicidó, y era tan melancólico como Poe. A estos hombres y mujeres no les bastó su talento para soportar el dolor de existir (la “levedad del ser”, diría Kundera), como a algunos de los personajes de la novela de Mejía. Todos, aunque sea cojeando, nos inventamos un escabel, un andamio o una suplencia que nos permite soportar la angustia inherente a la vida, para algunos puede ser la escritura y para otros las matemáticas, pero hay quienes, a pesar de su genialidad o tal vez por ella, no lo logran. Y poco podemos decir de la cuantía de su tormento: una extraña amalgama entre genialidad y locura.
Estaba convencida de que a los matemáticos no les gustaban las palabras, que solo amaban los números; que, fríos y distantes, pocas veces dudaban y que sabían calcular con precisión, a su conveniencia, las emociones; que su mundo lleno de números y de certezas era diametralmente opuesto al mío: hecho solo de palabras. Sin embargo, Adiós, pero conmigo cambió esa idea.
Aún, después de haber cerrado el libro, sigo escuchando a los personajes desde lugares remotos, donde son algo diferente a lo que soñaron en la universidad. De vez en cuando, llega una palabra o un gesto que los mantiene a mi lado. Es el efecto del gran acierto de Juan Diego Mejía: saber ir de lo singular a lo universal como en una banda de Möbius, de tejer con la poesía de lo cotidiano y acercarse a la sencillez de la vida sin ningún facilismo. Su lealtad con el oficio me ha hecho sentir menos sola, menos desarraigada.