¡Conoce cómo hacer parte de Número Cero!
Carolina Villegas Vanegas
Después de su sentida muerte, de la que supe a través de otros que la sufrieron con mayor pesar del que yo podía sentir en ese momento, Alfredo Molano Bravo revivió para mí con Cartas a Antonia (2020, Aguilar). Uso la palabra revivir por dos razones: la primera, porque considero que quien escribe cuenta con la posibilidad de volver a vivir cada vez que es leído —idea bastante cliché—. La segunda, tiene que ver con una mirada más íntima que le atribuyo a las cartas: composición libre y sencilla, pero no menos bella, que nos acerca a la experiencia del vivir del escritor con detalles cotidianos que contemplan en su esencia la poesía de los días. Esa escritura no solo es capaz de renovar la presencia del que nos habla, sino que, a la vez, renueva los afectos que se prenden a su narración.
Tardé dos años en conseguir el libro y apenas pocos días en leerlo. Al terminar la cuarta parte, «La despedida», lo cerré con lágrimas, identificada con esa adolescente que busca en las palabras el alivio para su dolor, el de la pérdida, que parece amputar una parte de nosotros y embarga el ser. Hice una larga pausa antes de continuar con la quinta y última parte porque intuía, guiada por el diálogo que había establecido con Alfredo, que en las páginas finales encontraría una especie de tesoro, y así fue. Para mí —y sé que para muchos, en sus distintos quehaceres—, que dedico una cantidad importante de horas de la semana a escuchar a los otros e intento ocupar otras tantas escribiendo, las frases de sus discursos resonaron como coordenadas: me hicieron pensar nuevamente en el horizonte, para ubicar los puntos hacia donde se quiere caminar, hallando, en el conocimiento, en la creación y en el encuentro con otros, una ética del vivir.
El libro empieza con la bienvenida que Alfredo le da a Antonia en su nacimiento, bienvenida en la que le augura fortaleza para vivir, proveniente de una «larga cadena de amores» capaz de arrebatar la oscuridad a las noches. En adelante, montaremos a caballo, atravesaremos ríos, sentiremos el viento frío de los páramos o el calor de las selvas; quizá seremos capaces de reconocer a nuestros negros, campesinos e indígenas; nos preguntaremos por nuestro don, sabremos que la guerra siempre es desatinada —no importa lo que se diga al respecto— y que la tierra vale más que el oro. Por último, seremos testigos del encuentro, tan áspero como conmovedor, de Alfredo con su cuerpo a través de la enfermedad, la consciencia de la propia fragilidad, que nos pone de frente a la finitud de la vida y resalta su valor y el de aquello que se ama.