«Ahora me doy cuenta de que todo libro es un volver a empezar»:
Esteban Duperly
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«Ahora me doy cuenta de que todo libro es un volver a empezar»:
Esteban Duperly
Esteban Duperly escribe para hacerse preguntas: no las responde, las plantea. Las lanza al aire y reflexiona a través de la narración sobre esos cuestionamientos vitales que a todos nos atraviesan. Dos aguas (2018, Angosta) —finalista del Premio Nacional de Novela 2020— y El medidor de tierras (2023, Tusquets) son las dos obras ficcionales de este autor que están empapadas, precisamente, por esas premisas que refieren al territorio, al poder, la soledad y la familia, entre otros tópicos que bullen en las entrañas de sus personajes. En esta entrevista con NÚMERO CERO, el también jefe de la Editorial Eafit habla de las dificultades creativas, sus referentes literarios y su recorrido artístico que ya lo empieza a perfilar como una voz relevante de la literatura colombiana.
Antes de hablar de la nueva novela, nos gustaría saber cómo fue su llegada al mundo literario y el proceso de publicación con Angosta.
Llegué gracias a José Ardila. Lo conocía porque habíamos participado juntos en un libro de la Secretaría de Cultura, tal vez en 2015 o 2016, que se titulaba El libro de las palabras. Era un libro muy bacano que buscaba darle significado, potencia, a muchos términos desgastados en las conversaciones sobre paz y reconciliación. Llamaron a escritores jóvenes que apenas estábamos emergiendo, para que escribiéramos pequeñas crónicas sobre esos términos, y acompañarlas de ensayos pensados por una muy buena pluma: recuerdo que ahí estaba Leila Guerriero, entre otros. Para ese libro teníamos que asistir a unos talleres, y ahí fue donde coincidí con José. Éramos varios, unos 30 escritores entre hombres y mujeres.
José, para esa época, ya estaba trabajando en Angosta como editor, y justo abrieron la colección de no ficción que, de hecho, inauguró Estefanía Carvajal con Niebla en la yarda (2017). Él había leído cosas mías que yo tenía publicadas en Arcadia y otras revistas, y me pidió algo para publicar en esa colección de no ficción. Pero le dije que yo ya me ganaba la vida escribiendo cosas de no ficción, y que a mí me gustaría publicar ficción, novela. Entonces me pidió que le enviara la novela, pero yo en realidad tenía un capítulo y algunos párrafos de otro. Cuando le envié el texto, ni siquiera le pude explicar de qué trataba la trama porque era apenas el esbozo de algo. El caso es que José la leyó, le gustó, al parecer, y empezamos a trabajar. Hicimos un plan sin ninguna promesa: yo le iba mandando dos capítulos cada mes y él revisaba. Así estuvimos todo 2017. A finales de ese año, el manuscrito estaba más o menos completo, ahí es cuando me enteré de que la editorial lo iba a publicar.
Pero, antes de esta experiencia con Angosta, ¿usted ya traía inquietudes por escribir ficción?
Si había escrito cuatro cuentos, no había escrito cinco. Yo escribía otra cosa. De hecho, el primer libro publicado que tengo es una biografía histórica sobre Fidel Cano, que escribí como trabajo de grado de la carrera, y ese texto lo publicó la Editorial de la Universidad Pontificia Bolivariana. Es decir, yo ya había escrito y publicado, pero no me había dedicado ni siquiera al periodismo, muchos menos a la literatura. Al principio, me dediqué a la fotografía y al cine. Cuando me aburrí de eso, fue que empecé a freelancear como periodista escribiendo crónica, reportaje, periodismo cultural. Yo trabajaba para Arcadia, Credencial, Don Juan, entre otras. Por ahí, en la época de los blogs, tenía un par de cuentos, pero nada más. Mi escritura, en cuanto a la ficción, nunca fue algo sistemático. Lo que pasa es que las personas que escribimos, por lo general, queremos contar otras historias. Se me presentó esa oportunidad a la luz de la conversación con José, y eso se mezcló con un montón de inquietudes que yo tenía. Encontré que podía expresar mis dudas existenciales en una novela. Pero nunca fue algo preestablecido; es decir, yo no tenía el sueño de ser novelista ni nada. Es un camino que he ido encontrando.
Y en ese camino, en el transcurso de esa primera novela a esta nueva publicación, cuando ya lo llaman escritor, debieron de haber surgido retos y aprendizajes muy valiosos...
Esta segunda novela me dio demasiada dificultad. La primera se escribió en un marco de mucha espontaneidad, porque yo no sabía muy bien lo que estaba haciendo. Cuando empecé con este nuevo libro, ya era consciente del proceso, tenía una publicación que le había ido relativamente bien, a la gente le gustó. Entonces, yo partí con esa base de creer que ya sabía cómo se hacía. Pero esa misma conciencia me llevó a perder mucha de esa espontaneidad de la que te hablaba. Perdí eso de disfrutar el proceso, de escribir sin saber para dónde se va. Eso fue una lección de humildad. No es que yo me creyera muy teso, pero sí fue la enseñanza de «ahora toca volver a aprenderlo todo», las claves de una novela no funcionan para la otra.
Además, en esa época justo cayó la pandemia, y eso dificultó muchísimo el proceso porque afectó mi creatividad, mi emocionalidad. Es raro, porque la pandemia me iba a permitir cumplir el sueño de escribir 24/7. Yo siempre ponía la excusa de «no, es que tengo mucho qué hacer, es que llego a la casa muy cansado», y la pandemia me dijo: «Bueno, quería tiempo para escribir, ahí lo tiene». Pero en realidad no funcionó. La desconexión con la gente fue muy tesa. Ahí me di cuenta de que estar en contacto con los demás, estar atado a lo cotidiano, era lo que me permitía conseguir los estímulos para la escritura. Yo necesito el contacto con la gente para el trabajo creativo. Toda esa época de la pandemia a mí me afectó muchísimo. De hecho, fueron tres intentos de novela para poder lograr este resultado final.
(Viene del impreso)
Y más allá de la pandemia, ¿detectó algo que impidiera ese proceso creativo?
Yo me preguntaba: «¿Por qué no estoy siendo capaz de construir una novela si ya sé cómo se hace?». Ya sé cómo se caracterizan los personajes, ya sé qué es construir una trama, imaginar lo que va a suceder. ¿Por qué esto no está funcionando? Y ahora me doy cuenta de que todo libro es un volver a empezar. Como te dije, lo que funciona para una novela no sirve para otra. Si ahora entro a un tercer libro, seguramente lo que apliqué a este segundo libro no me va a servir. Tendré que encontrar nuevos caminos. Claro, uno adquiere habilidades: por ejemplo, en esta nueva novela yo quería trabajar más desde los diálogos, que era algo que no tenía la pasada. Me lo propuse porque en Dos aguas se echaban mucho en falta. Pero me queda la sensación de que siempre hay algo para volverse a inventar.
En ese volverse a inventar, debe de haber puntos en común. Quiero decir: no sé si hay algunos elementos en los que ya pueda descifrar un estilo propio, por ejemplo.
Sí. Yo intento construir un estilo que está marcado por mi búsqueda estética, la manera en como uso el lenguaje: los adjetivos, las metáforas que uso. La descripción detallada de la escena. El paisaje, por ejemplo, ayuda a determinar las acciones de los personajes. Si a uno lo ponen en un escenario cuyas condiciones son adversas, su comportamiento va a hacer muy distinto a como sería en otro escenario. Si a uno le falta agua, si uno tiene mucho calor, si hay un ambiente de precariedad, pues uno empieza a reaccionar de manera más primitiva. Por eso, para mí, es tan importante la descripción minuciosa de los escenarios, que el lector sepa que estamos en un ambiente de adversidad para que tenga sentido que los personajes se comporten de determinada manera. Esa es una de las similitudes que hay entre Dos aguas y El medidor de tierras. Y pensaría que podría estar también en próximas novelas.
Incluso, con escenarios diferentes y circunstancias diferentes, yo a veces sentía que estaba escribiendo la misma novela. Por supuesto, en otras circunstancias, con otros personajes, pero las inquietudes seguían siendo las mismas. El golfo de Dos aguas es un lugar abandonado, donde la gente va a exiliarse, un lugar de frontera. Algo parecido sucede en El medidor de tierras, donde está la sabana, un lugar escindido del mundo. Dos ecosistemas distintos, dos escenarios distintos que, en realidad, representan lo mismo: el extrañarse, el irse a que sucedan otras cosas. Eso está inmerso en los grandes mitos occidentales, el profeta que se va al desierto para salir de allí renacido o transformado. Eso es lo que le pasa a estos personajes: son personajes que se exilian, están arrojados del mundo hacia una periferia, una frontera, para al final redimirse o no, renacer o no.
Ya que menciona los personajes, háblenos de cómo fue la creación del Teniente y sus acompañantes.
Los personajes son una transformación de los primeros embriones de la novela. Este, en particular, es un tipo estoico, que pudo haber sido un militar o un seminarista. Hay una institución jerarquizada donde se necesita vocación, obediencia. Hice muchas transformaciones: ese personaje inicialmente era un soldado y no un teniente, por ejemplo. Necesitaba un personaje que estuviera solo, que me permitiera reflexionar sobre la orfandad. Por otro lado, el personaje de Lobo es una especie de Sancho Panza, una figura de autoridad parecida a los anacoretas del desierto, con todo el conocimiento del campo. El Mayor era un tipo dado hacia la maldad, una maldad a lo Dostoievski, muy malo. Entonces, claro, esas dos primeras novelas que no funcionan se van transformando gracias al trabajo con el editor y a mi propio trabajo. Otra cosa que me aportó es que ahora estoy terminando una maestría en Historia, y todo ese conocimiento me ayudó a encontrar un contexto. Aunque la novela no responde a lugares específicos ni a un sitio geográfico particular, todos esos ingredientes fueron aportando para llegar, finalmente, a este resultado.
Nos habló de la soledad, de la orfandad como temas que lo interpelan para escribir. ¿Nos puede ampliar sobre esas inquietudes que atraviesan su obra?
Mi gran inquietud es la relación de poder entre los seres humanos y, en especial, entre los hombres, el género masculino. Por lo general, son relaciones de poder conflictivas. No digo que entre mujeres no haya esas relaciones conflictivas, pero yo no las conozco a fondo porque no he estado inmerso en esos ambientes. Yo estudié en un colegio de solo hombres con un sistema jerárquico, eclesiástico, muy marcado. Luego estuve en el Ejército prestando servicio militar. Digamos que durante mucho tiempo mi vida estuvo marcada por ámbitos de segregación masculina, y regida por sistemas jerárquicos muy fuertes. Ahí, en esos sistemas, los hombres nos comportamos de manera elemental e instintiva. Eso genera violencia, maltrato, humillaciones, querer imponerse sobre los demás.
Si miramos bien, estas inquietudes yo las traigo desde Dos aguas. Y en la nueva novela vuelven a aparecer. Por ejemplo: ¿por qué los hombres queremos inventarnos sistemas jerárquicos para imponernos ante los demás?, esa es una buena pregunta. Además, dentro de esas jerarquías, quienes son débiles experimentan situaciones diferentes a los que se imponen. Ese análisis de relaciones de poder me interesa bastante. Rodeado, por supuesto, de otras inquietudes que también aparecen: la soledad, la orfandad, como dijiste. Pero también la paternidad, el exilio, la gente escindida de la sociedad, los forajidos de la sociedad, los extrañados. ¿Qué pasa cuando se encuentran un montón de exiliados? Y la formación de una familia, entendida como un clan: ¿cómo se da esa formación, qué sucede cuando hay una serie de individuos que no tienen clan, y cómo se conforma esa nueva familia de seres de diferente especie? Aclaro que, cuando digo familia, me refiero a ese pequeño núcleo social que ofrece soporte, los unos a los otros. Y, finalmente, también es una historia de un renacimiento: el personaje es un ser que hace un tránsito de la niñez a la adultez, es una metáfora de un cambio de estado.
Ahora que menciona esos ámbitos de segregación masculina, ¿hay alguna anécdota, alguna vivencia que lo haya motivado para contar esta historia?
No, no hay un acontecimiento específico. Sí hay situaciones que están convertidas en escenas, pero pocas veces de manera literal, casi siempre de manera simbólica. Yo experimenté el servicio militar, pero no tenía la intención de escribir algo así. Porque, además, no sé si haya algo ahí que valga la pena como para convertirlo en novela. Mónica Palacio, una gran amiga que es editora y excelente lectora, dice que todas las novelas sobre el servicio militar ya las escribió Vargas Llosa. En lo que yo pensaba era que, en ese mundo militar de segregación masculina, que yo conocí bien, sí podía enmarcar una historia. Más que el mundo militar, yo quería contar este orden social de jerarquía que se da ahí. Además, en términos estéticos, lo militar tiene un lenguaje muy rico, muy preciso. Yo quería, desde el lenguaje, poderlos utilizar: carabina, por ejemplo, me parece una palabra que suena bonita. La fusta, la chapuza, todas esas palabras son muy literarias. La brutalidad que yo vi, los ritos de iniciación y otro montón de cosas catárticas nutren la novela. Pero no hay nada autobiográfico.
Ya que entramos al tema autobiográfico, ¿qué piensa sobre toda esta literatura autorreferencial que estamos escribiendo y leyendo ahora?
Es un fenómeno contemporáneo, y en la medida que tiene tantos adeptos no es para nada despreciable. En lo personal, a mí no me gusta. La posmodernidad pone el foco en el individuo: «Yo soy lo más importante y, en consecuencia, todo lo que me pasa tiene potencial de ser contado». Quizá mi mentalidad no es tan posmoderna. Una cosa es Winston Churchill, que le ganó a Hitler en la Segunda Guerra Mundial, pues vale, escribí tus memorias. O si uno es Golda Meir, la primera ministra de Israel, dale. Pero si uno es «Juan Pérez», creo que no tiene tanto valor.
En eso hay diferencias, por supuesto. Existen escritores capaces de expresar sus temores y angustias de una manera que terminen encapsulando o representando las angustias de todo un colectivo. Pero no deja de ser una selfi, muy narcisista. También puede ser que me genera algo de pudor, no creo que nuestras vidas sean tan importantes como para ser contadas. Igual, libros en clave autobiográfica han existido siempre, lo que yo no sé es si ha habido un movimiento con tanto ahínco. Cabe decir que hay propuestas valiosas: el libro de Estefanía Carvajal, por ejemplo, es una novela diferente a lo otro que se viene escribiendo. Creo que el mérito ahí es que ella no pone el foco en ella, sino que la historia está atravesada por el análisis de algo más grande, de la familia. Ahí hay una diferencia, es salir del Yo, para contar los Otros.
Para terminar, háblenos sobre las referencias de las cuales bebe esta última novela, El medidor de tierras.
Muchas. Esperando a los bárbaros (1980), de J. M. Coetzee, y El desierto de los tártaros (1940), de Dino Buzzati son dos de ellas. Incuso, la primera es una especie de reescritura de la segunda, dicho por el mismo Coetzee en una entrevista, si no estoy mal. Yo quise hacer, guardando las proporciones, otro tiempo de esas dos obras. Es esa idea de la espera del enemigo que nunca llega. Mi novela es eso, lo que importa no es el conflicto que sucede, lo que importa es otra cosa. El castillo (1926), de Kafka, es otra. La vorágine (1924), de José Eustasio Rivera, por supuesto, de la cual hay una referencia sumamente explicita al final. Y también cosas menos explicitas, pero que me han marcado. Yo soy hijo de los ochenta, y tengo referencias de lo que ahora llamamos la cultura pop: el Llanero Solitario, por ejemplo. El Teniente es un poco el Llanero Solitario.